Come prima (Alfred)

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Come prima (Alfred). Salamandra, 2014. Rústica. 17 x 24 cm. Color. 232 págs. 25 €

Come prima es una famosa canción grabada a finales de 1957, conocida sobre todo por la interpretación del cantante Tony Dallara, de cuyo single se vendieron centenares de miles de copias, y que fue adaptada a varios idiomas y mercados (hasta José Guardiola firmó la versión en catalán en pleno franquismo). Su letra, empalagosa y reiterativa, como era norma en la música melódica de entonces, no era otra cosa que una apasionada confesión por parte de un amante que rememoraba los primeros días de idilio, prometiendo para el futuro mayor pasión todavía. Ahora el historietista francés Lionel Papagalli, alias Alfred, ha elegido el mismo título para su nueva y exitosa (no olvidemos que consiguió el máximo galardón en la última edición del Festival de Angoulême) novela gráfica, situándola cronológicamente en el momento en que aquella balada se popularizaba, y eligiendo para encabezar el cartel a un pobre desgraciado que, aunque no lo sepa o no lo quiera reconocer, también desea que todo vuelva a ser como antes. Pero las coincidencias entre ambas no acaban ahí; como en la conocida melodía, aquí el estribillo se repite demasiado, y si esta circunstancia es perfectamente comprensible en el primer caso, no lo es tanto en el segundo.

Un vistazo al paratexto de la contraportada (donde no sé muy bien porqué sitúan el relato “a comienzos de los años 60”, cuando todas las pistas –el anuncio de la velada de boxeo, el cartel de I soliti ignoti en el cine–, algunas bien elocuentes –el programa de radio–, indican que se desarrolla en el verano de 1958) deja bien a las claras el meollo de la historia: el reencuentro de dos hermanos separados durante lustros, decididos a emprender, obligados por el fallecimiento de su padre, un viaje de retorno a sus orígenes. Un argumento en principio poco original, con un fuerte componente de emotividad y drama, tan transitado de una u otra manera por todo tipo de ficciones, con las obligadas variantes (desde películas como Avanti!, Una historia verdadera o la reciente adaptación de la obra Agosto hasta novelas como Pedro Páramo o tebeos como El almanaque de mi padre, por citar algunos), que debe manejarse con precaución si se pretende aportar algo nuevo, o al menos una impronta propia. Pues aquí están presentes todos los elementos típicos de las grandes tragedias familiares: rencores, niños abandonados, secretos, traiciones, sorpresas, dosificados uno tras otro, como si fueran etapas obligadas que se han de quemar hasta llegar a la meta. Preámbulos que vienen a preparar el escenario final, para que de ese modo la tapa de la caja de bombones encaje sin dificultad. Todo demasiado medido, controlado en exceso, como siguiendo un manual.

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Desafortunadamente lo mismo sucede con esos encuentros casuales que se producirán de manera inevitable en un trayecto de miles de kilómetros entre Francia e Italia. La gran mayoría de personajes secundarios, que tratan de funcionar como contrapeso cómico a la gravedad del discurso principal (el perro callejero, Régis o el hombre de la gasolinera), parecen introducidos con calzador, para que los protagonistas tengan a alguien con quien hablar, para dar la réplica en el momento justo (igual que el papel que representa Ramón Fontseré en Vivir es fácil con los ojos cerrados –y ya sé que no tiene nada que ver–, que no se sabe muy bien qué pinta ahí, pero viene de cine para que las estrellas del filme suelten su discurso y cuenten sus vidas). Y precisamente por ese empecinamiento desaprovecha a aquellos otros que encerraban mayor atractivo (María, el padre Henri), bien por su idiosincrasia o por lo que representan. Tras ellos arrastraban cuestiones de gran potencial dramático como la emigración desde los países mediterráneos a la rica Europa central, una vez cerrada ya la inmediata posguerra, el ascenso del fascismo, o la actitud de los partisanos y de los miembros de la resistencia contra los nazis. Temas sobre los que Alfred pasa de puntillas, evidentemente porque no le interesan demasiado, utilizándolos como simple excusa para dotar de pasado a sus actores.

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Con todo ese equipaje a cuestas a la narración le cuesta horrores avanzar con fluidez, casi tanto como al cochecillo con el que se desplazan Fabio y Giovanni. La insistencia en las mismas ideas lastra enormemente la secuenciación, por lo que el dibujo, brillante y con un atractivo tratamiento del color, es esclavo en todo momento de lo que dicta el encorsetado guión. Cada cierto número de páginas tocan viñetas de paisajes, a continuación cielos con nubes pasajeras, después carreteras semidesiertas, y más adelante lluvia a raudales. Además, para que el lector no se pierda, para que no interprete lo que quiera, para que sepa en todo momento dónde está y lo que tiene que sentir, se determinan gráficamente los niveles de lectura: los flash-backs, compuestos por una cantidad determinada de paneles, siempre los mismos, aunque en diferente combinación, están trazados en dos tonos sobre fondo sepia, y cuando llegan los momentos más críticos Alfred desdibuja los contornos y hace uso de la mancha. Como Dios manda.