Beowulf (Santiago García y David Rubín)

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Beowulf (Santiago García y David Rubín). Astiberri, 2013. Cartoné. 22 x 31 cm. 200 págs. Color. 25 €.

Hace muy poco tiempo que Beowulf ha visto la luz, aunque ha sido suficiente para que aparezcan multitud de textos sobre él, lo que demuestra el impacto que ha supuesto. Yo esta vez he querido esperar, darme un poco de distancia y releer la obra dos o tres veces antes de ponerme a escribir.

En mi primera lectura encontré cierta similitud entre Beowulf y Nela, de Rayco Pulido: ambas son adaptaciones de textos literarios preexistentes, y se alejan del modelo de adaptación literaria clásica para exprimir todas las posibilidades del lenguaje del cómic de una manera que los sitúa en la vanguardia. Todo eso está ahí, pero luego me di cuenta de que hay una diferencia importante. Marianela y Beowulf no son el mismo tipo de literatura: la primera es una novela contemporánea y el segundo es un poema épico de origen no del todo claro. Por eso el concepto de autoría en ambos textos es totalmente diferente. El primero tiene un autor conocido que escribió la novela tal cual nos ha llegado a nosotros; el segundo es un texto que viene a fijar lo que previamente se había contando de forma oral y colectiva. Dicho de otro modo, pienso que es un texto de todos, que se ha ido construyendo a través de varias generaciones. Cuando alguien cuenta la historia de Beowulf, está contando una historia que es también suya.

Esto también tiene que ver con el hecho de que Beowulf, como la Odisea y la Ilíada, u obras menos conocidas como el Mabinogion o el Kalévala, cuenta las historias que nos han obsesionado desde siempre en su forma más pura, casi sin aditivos. Son mitos fundacionales, que contienen todas la fuerza de lo que está sin cocer y abordan los temas más universales. Historias junto a la hoguera que, probablemente, no fueron muy diferentes a las historias contadas en las cavernas. Por eso siguen funcionando hoy: porque nos seguimos haciendo las mismas preguntas.

Hay muchas formas de traer estas historias a nuestro tiempo. De hecho, en el fondo mucha de la ficción que producimos desde entonces son variantes de aquellos moldes. Pero si nos limitamos a los relatos originales, se pueden leer en clave deconstructivista, posmoderna, o incluso como ciencia ficción, como aquella serie de animación de Ulises 31. David Rubín y Santiago García, sin embargo, han escogido el camino más puro y posiblemente el más complicado: mantenerse fieles al espíritu de Beowulf y al contexto real en el que se imaginó por primera vez.

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Es verdad que no existe una adaptación verdaderamente neutral. Uno siempre va a poner algo de sí mismo, y va a tener que tomar muchas decisiones sobre los cómos y los qués. Pero todos entendemos a qué nos referimos cuando hablamos de «adaptación fiel»: García y Rubín no quieren dar más mensaje que el que pueda contener el texto original, no parecen proponerlo como alegoría de ninguna situación actual ni leer los hechos de Beowulf desde hoy. Beowulf es lo que es, pero sí que centran la mirada en uno de los temas del poema: la búsqueda de la gloria inmortal. Luego volveré sobre eso.

Otra decisión nada baladí es la estética escogida para Beowulf. Más que nunca, la estética es ética. Porque la manera en la que se representa el medievo no tiene que ver sólo con cuestiones cosméticas, sino también con el comportamiento de los personajes y una mentalidad que no siempre responde a los valores sociales de la nuestra. Desde el romanticismo y los prerrafaelitas la edad media y la fantasía se han presentado casi siempre estilizadas, coloridas e idealizadas como pasado remoto en el que todo era más puro y mejor. Lo vemos en Prince Valiant, o El señor de los anillos y sucedáneos. Pero el pasado que recrean García y Rubín es un lugar frío y desolado, lleno de violencia. Sangre, nieve y ceniza. Caballos en los huesos y viejos palacios mugrientos y escuetos en decoración donde sobreviven reyes demacrados y la gente convive con la muerte. En la magnífica secuencia inicial Rubín ya marca este tono, que desarrolla durante todo el cómic con herramientas y técnicas puramente visuales.

Y aquí nos tenemos que parar por fuerza, porque para mí la clave de Beowulf está en esto. La materia narrativa se presenta cruda y sin añadir nada significativo —aunque sí hay pequeñas licencias—, y por ello conserva intacto su poder. Si estas historias han llegado hasta nosotros es precisamente por su capacidad para conmovernos y hurgar en nuestro inconsciente. Pero al mismo tiempo la forma en que se presenta esa materia es muy sofisticada, y Rubín y García construyen un cómic tremendamente avanzado. Ambas cuestiones no son contradictorias, ni siquiera existe tensión entre el clasicismo del contenido y lo moderno del continente. Al contrario: lo segundo potencia la carga mítica de lo primero, permite que alcance todo su potencial y revive la historia para los lectores de 2013.

Realmente, es increíble la capacidad que tiene David Rubín para evolucionar. Los dos tomos de El héroe ya supusieron un salto de calidad considerable, pero que prácticamente sin soltar el lápiz tras acabar aquella obra haya sido capaz de dar otro de igual distancia demuestra que es ya un grande. Lo digo con total franqueza: se me ocurren muy pocos nombres que igualen ahora mismo su habilidad para las escenas de acción y su ansia por no acomodarse y seguir siempre investigando. Aquí experimenta con la mancha de un modo muy interesante, y el acabado de la línea es menos perfecto, más sucio que en El héroe, porque el tono del cómic lo pide. Incluso coquetea con la pura abstracción en algunos momentos. Y las composiciones de página de Beowulf son una locura. No hay ni una que parezca de relleno, o en la que los autores no hayan inventado algo. La simultaneidad de secuencias, la visión de los monstruos, los encuadres imposibles, el uso de la onomatopeya, la superposición de pequeñas viñetas de detalles, la violencia salvaje y cinética, hiperbólica pero realista… Beowulf es un goce absoluto, una celebración del medio y sus posibilidades, que sale reforzada de la excelente edición que ha llevado a cabo Astiberri, pero que además nunca renuncia a la legibilidad. Al contrario: Beowulf  es una lectura fluida y el lector se para sólo cuando se tiene que parar, lo cual dice mucho de su ritmo.

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Sobre esto, creo que Beowulf es un ejemplo perfecto de que el cómic tiene su propias reglas en cuanto a la densidad de la narración. Me refiero a la cantidad de acontecimientos que se cuentan y las páginas que se dedican a ellos; la información que contienen sus viñetas no es exclusivamente narrativa, si entendemos por ello que haga avanzar la historia, sino que es también sensorial y emocional. Por supuesto, la historia de Beowulf podría haberse contado en mucho menos espacio: al fin y al cabo, es bastante concisa y la trama, lineal. Pero si este relato se cuenta en un cómic no puede ser para remedarlo o ilustrar sin más el texto, y esto lo tenían más que asumido ambos autores.

De hecho, en realidad hay poco texto literal en el tebeo trasladado del poema, aunque la historia sea tal cual la misma. El trabajo de Santiago García en este sentido es igual de soberbio que el de Rubín, y prácticamente plantea el cómic como la antítesis de la adaptación literaria que se hacía en otros tiempos: ni un solo cartucho de texto de apoyo, nada de narración, diálogos medidos y parcos, basados en frases cortas que le dan a la épica decadente que es Beowulf el ritmo perfecto. Los que crean que la labor de García ha sido pequeña basándose en la abundancia de secuencias mudas —aunque sería más exacto decir sin palabras— en mi opinión se equivocan: el guión, salvo si se sigue el método Marvel, es mucho más que escribir diálogos. García realiza un ejercicio perfecto de contención y concisión y deja que sean las imágenes las que lleven el peso del guión, lo cual es más fácil si se cuenta con David Rubín, que es precisamente lo contrario a la contención.

La gesta de Beowulf plantea una pregunta interesante: ¿es un héroe? Lo calificamos así, pero más que bueno, Beowulf es poderoso. Su poder legitima sus actos. Su enfrentamiento con Grendel, el primero de los monstruos —magníficamente diseñados y pensados como tales— se debe más a su deseo de alcanzar la gloria en un combate que se recuerde en las canciones que al altruismo tal y como lo entendemos hoy. Por supuesto que matar a Grendel salvará muchas vidas, pero casi parece un efecto secundario. Y de hecho, una vez convertido en rey, Beowulf manda por su fuerza, no por su capacidad de gobierno. Esa tercera parte, por cierto, es mi favorita del poema original y también de la novela gráfica, porque creo que representa el arquetipo del héroe crepuscular —una de mis obsesiones como lector— en su forma más pura: un Beowulf anciano que vuelve a tomar las armas para destruir al dragón, la última bestia del viejo mundo, y permitir así que emerja uno nuevo en el que él mismo ya no tendrá cabida. Es uno de los motivos principales de la obra de Frank Miller, tan admirado por Rubín, pero también lo es de muchos westerns que se sitúan en una época que, en esencia, es la misma que la que aparece en Beowulf: el límite entre el mundo salvaje en el que sobreviven los más fuertes y el mundo civilizado en el que las leyes y las normas regirán las relaciones entre los hombres. En el mundo de la juventud de Beowulf, sus guerreros acuden gozosos a la batalla, sabedores de que la muerte les deparará la inmortalidad. En su última pelea, en cambio, los soldados lo abandonan porque quieren vivir. En los cincuenta años que separan ambos combates los valores morales se han transformado por completo. Beowulf lo sabe, como sabe que el nuevo orden requiere del sacrificio del último resto del antiguo. También sabe que su nombre está escrito en una canción, y por tanto el resultado de su lucha contra el dragón no importa demasiado: él ya es inmortal.

El afán de trascender es inherente al ser humano. Desde que fuimos conscientes de nuestra propia mortalidad hemos buscado con desesperación la forma de vencerla. Como físicamente es imposible, hemos inventado religiones que responden a una pregunta que no tenía respuesta. Pero la fama es la otra forma de superar a la muerte. Beowulf, como Aquiles antes, quiere ser inmortal dejando huella en su paso por el mundo, realizando una gesta tal que se cante para siempre. Su búsqueda es también la nuestra como lectores que nos sentimos identificados, pero además es la de los propios autores, y no puedo evitar acordarme, al escribir esto, de los hermosos versos finales de Las metamorfosis de Ovidio:

Y ya he dado fin a una obra que no podrán aniquilar ni la cólera de Júpiter ni el fuego ni el hierro ni el tiempo devorador. Que ese día que no tiene derecho a otra cosa más que a mi cuerpo acabe cuando quiera con el transcurso de la vida incierta; en la mejor parte de mí yo viajaré inmortal por encima de los astros de las alturas, y mi nombre será indestructible, y por donde se extiende el poder de Roma sobre tierra subyugada, la gente me leerá de viva voz, y gracias a la fama, si algo de verídico tienen los presentimientos de los poetas, viviré por todos los siglos.

Si cambiamos escribir Las metamorfosis por matar a Grendel, el que está hablando bien podría ser Beowulf. Aún es pronto para saber si Santiago García y David Rubín han conseguido con Beowulf  lo que ansiaba Ovidio. Nosotros nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que han creado un tebeo increíble, que emociona a lo bestia y que se lee llevándose las manos a la cabeza cada pocos minutos, y que sus autores se han dejado el alma en él y el resultado tiene la fuerza visceral de lo que se hace creyendo de verdad en ello. Rubín no concibe otra forma de dibujar más que ésa, y ha conseguido superarse una vez más. Y García ha contado al fin la historia que, según él mismo explica, lo acompaña desde niño. Fue uno de sus primeros proyectos de cómic, que empezó hace diez años junto a Javier Olivares y que ha acabado hoy de forma insospechada. A veces las cosas suceden porque deben suceder: ahora tenemos el Beowulf de García y Rubín, y dentro de unos meses tendremos Las meninas de García y Olivares. No se me ocurre mejor final para esta historia.