Recordando al Viejo. Entrevista con Juan Sasturain

Juan Sasturain (Adolfo González Chaves, Provincia de Buenos Aires, 1945) es periodista, escritor, guionista, conduce actualmente el ciclo Continuará… y es el editor de la segunda etapa de la revista Fierro. Con motivo de la figura de Alberto Breccia, Sasturain aceptó ser entrevistado y este es el resultado de la conversación que tomó lugar un 27 de noviembre de 2012, en el bar La Puerto Rico, en el barrio porteño de San Telmo.

En los 60´s comienza a darse esto que se propuso como “historieta de autor”. Podríamos simplificarlo en dos ejes: uno es Hugo Pratt y Guido Crepax en Italia; el otro es Alberto Breccia en la Argentina. La década comienza con Mort Cinder, que Ud. nombró como la última historieta de los ’50.

Pareciera ser así, un último avatar. Entre el año 1961 y 1962 se produce la dispersión de todos los que trabajaban para Editorial Frontera. Los que se van, los que empiezan a laburar para Europa o los que prácticamente dejan de laburar, como Alberto. A mediados de 1960, después que Pratt había traído los contratos con los ingleses, se va invitado por la editorial Fleetway para trabajar allá. Él se paga el pasaje para no deberles nada, y se va con su mujer. Estando en Madrid, le llegan noticias que su cuñada –que cuidaba sus hijos– se está muriendo. Y se tiene que volver, cuando había arreglado todo para quedarse. Iba a radicarse toda la familia allá como [había hecho Carlos] Roume. A la vuelta su cuñada muere, y cuando estaba decidido a volver a Europa, se descubre la enfermedad de su esposa. Él sigue trabajando para la Fleetway desde acá. Habrá hecho unas 17 historietas entre 1960 y 1962 o 1963. Para entonces los ingleses ya no quieren saber nada más con él, y también rompe con [la Editorial Dante] Quinterno, donde hacía Armas de fuego, porque le habían impuesto ciertas condiciones, etc. De golpe, se queda sin laburo. Cuando termina Mort Cinder, decide dejar la historieta, y eso es lo que hizo. Sigue dando clases un tiempo en la Escuela Panamericana de Artes, funda I.D.A. (Instituto de Directores de Arte) pero no dibuja. Excepto Richard Long (1967), que es –podríamos decir– casi un gesto de independencia, lo hace provocativamente, despidiéndose de la historieta. En ese tiempo que va del ’64 a Vida del Che (1968) y a El eternauta (1969) no hace historietas.

Alberto Breccia y Héctor Oesterheld, Richard Long (Revista Karina Nro. 10, febrero de 1967)
Alberto Breccia y Héctor Oesterheld, Richard Long (Revista Karina Nro. 10, febrero de 1967).


Hace ilustraciones.

Hace ilustraciones, hace de todo, las tapas de la revista Géminis con [Héctor] Oesterheld, y alguna otra cosa. Pero el salto es ese. Hay una cosa: incluso en Vida del Che, no es mera coquetería de Alberto decir que lo mejor de eso es Enrique [Breccia]. Eso es cierto. Incluso, charlando después con él, hemos descubierto que los mejores hallazgos en El eternauta son de Enrique. En Vida del Che están bien separados los trabajos de uno y otro. Alberto siempre admitió, con honestidad intelectual y filial, que el laburo de Enrique era mejor. La parte de Alberto –la biografía más convencional– está más cerca de un trabajo rutinario como es la biografía de Evita que no vale dos mangos, es un Billiken cualquiera; que el trabajo de Enrique.

Alberto Breccia, portada de Revista Géminis Nro. 1 (30 de junio de 1965)
Alberto Breccia, portada de Revista Géminis Nro. 1 (30 de junio de 1965).


Pero hay algo interesante. Releyendo Vida del Che, es cierto que el impacto gráfico está en la parte de Enrique Breccia pero Alberto ya utiliza recursos que reutiliza, llevándolo más lejos, en El eternauta. Pasa lo de siempre: no era necesario hacer eso, no es una biografía del todo adocenada. Sobre todo en contrapunto con la biografía de Eva Perón.

No tiene la menor convicción en ese trabajo. Lo que pasa es que la convicción ideológica la tenía Enrique, que con 22 años era un pibe de la época. ¡A Alberto en la puta vida le interesó la política! Siempre fue un saludable escéptico, nunca había creído en nada.

Breccia siempre se percibía como un lector, antes que como un historietista o un artista. Pero en ese registro xilográfico puede rastrearse ese pasado de lector en Mataderos, con las publicaciones de Editorial Claridad. Hasta ahora no era más que una especulación intuitiva, pero Ud. dice que fue así.

Se leyó todo lo de Claridad. Los muchachos laburantes poco formados, que eran sus amigos de Mataderos, de los cuales ninguno había estudiado más allá de la escuela primaria y que algunos de los cuales eran comunistas, socialistas, leían Claridad en la biblioteca Enrique Rodó . Porque era más barato y más afín ideológicamente: Jorge Amado, José Eustasio Rivera, los primeros libros de Roberto Arlt. Eso era la ficción que los muchachos leían en aquella época.

José Arato, portada para Los Pobres de Leónidas Barletta (Editorial Claridad, 1925)
José Arato, portada para Los Pobres de Leónidas Barletta (Editorial Claridad, 1925).


Rastrear algo político-ideológico en Breccia tiene que ser hecho desde ese registro gráfico antes que desde lo explícito, porque nunca fue explícito en ese sentido. No era Héctor Oesterheld.

Alberto era uruguayo, y un escéptico como todo uruguayo. Una forma curiosa de escepticismo.

Mort Cinder se realiza en plena crisis de la industria editorial, y en plena crisis personal. ¿Hubiera sido posible sin esas crisis?

Es personal, podría haber hecho otro dibujo ahí. Eso es por propia calentura.

Uno mira una Misterix, y Mort Cinder no tiene nada que ver con la revista.

¿Y vos te pensás que a la gente le gustaba Mort Cinder?

Probablemente no, es muy extraño. Me llama la atención ¿era necesario hacer lo que hizo?

¡Pero para nada, eran cosas de él!

Ud. sostiene que funda una nueva manera de mirar. Si hay algo así como la historieta de autor, diría que tiene que ver con ese núcleo artesanal que existe y que resiste dentro de un circuito industrial. Siempre hay un grado de entropía entre lo que se produce y lo que sale impreso, ¿entonces por qué insistir en hacer eso?

Ahí lo único que lo define es la pasión. Es que, a diferencia de los que pasa 10 años después, está laburando para sí, no para un mercado. Los ciclos de Alberto son cada 10 años. El recibe ¡por primera vez! una devolución acorde con lo que hacía de parte de [Óscar] Masotta en el ’68 . Para entonces ya tenía 50 años y casi 5 de haber abandonado la historieta. Lo cuelgan en un museo y en Europa se le arma un mercado, y empieza de nuevo.

Lo descubren principalmente con El eternauta y con Vida del Che, después ven lo que había hecho en Mort Cinder.

En la Bienal se habían ampliado cuadros de Mort Cinder.

Y es una obra personal, porque ni siquiera Oesterheld lo quería terminar porque le debían dinero de la editorial [Yago].

Las historias a veces son muy buenas y a veces no tanto. Breccia las enaltece, no es que los argumentos fueran grandes cosas. ¡”Los ojos de plomo” es una plomada! Se sostiene solamente por su afán y sus ganas de dibujar. Pero el hecho de que Alberto quisiera dibujar ciertos climas está dado por la banalidad de ciertas historias que él enaltece con el dibujo. Ya desde la época de Hora Cero, no son historias demasiado importantes, pero…

¿Ud. leía Misterix?

No, coincide con la época en que yo abandono la historieta. Yo viene a estudiar a Buenos Aires en 1964, cuando ya no leía historietas, que leí intensamente hasta las 14 o 15 años. Leí todo Hora Cero, pero ya en 1960, cuando tenía 15, la dejé. Recién la retomo desde un punto de vista crítico 10 años después, ejerciendo la docencia. No como estudiante, ni siquiera fui a la Bienal. Para los que estábamos en otras cosas, el universo del [Instituto] Di Tella era más bien frívolo. Mi interés por la historieta se retoma desde la cátedra universitaria, en la reivindicación de la cultura popular, etc. Pero mi experiencia como lector, en esos años, estaba con la literatura y la facultad, no leía nada de eso [Misterix]. Volví a comprar una revista de historietas en 1974, cuando sale Skorpio [de Editorial Récord], y porque vi al Corto Maltés [de Hugo Pratt] en la tapa. Yo no sabía qué era Corto Maltés.

Le hizo recordar a Hora Cero.

No es que lo hubiera olvidado. Lo veíamos en la facultad, ahí hablábamos de Hora Cero y de El eternauta. Compré todo lo de Récord durante esos cuatro años, hasta que también decayó. Fue en la época en que empecé a escribir sobre historietas, durante la dictadura. Escribí sobre Héctor [Oesterheld] y otras cosas que me interesaban. Pero como lector, hubo un bache. Y me parece saludable dejar de leer a los 15 años, y después retomarlo desde otro lugar. Porque si esa es tu única fuente…

Parece haber sido una cuestión generalizada el abandono de la lectura de historietas en los ’60s. Hubo un cambio.

Totalmente.

¿Qué hay de cierto en ese escena de Breccia prendiendo fuego en el patio de su casa los originales de Vito Nervio?

Cuando se acaba su relación con [la revista] Patoruzito, entre el ’63 y el ’64, fue a la editorial y le pidió a Blasetti –el director de la revista en ese momento– los originales de Vito Nervio. Los de Mort Cinder nunca los había entregado porque sabía lo que estaba haciendo, pero Vito Nervio nunca le había importado. Los pidió, y le dieron prácticamente todo. Se subió a un taxi y se llevó todos los originales a la casa de Haedo, hizo una selección y quemó –según él– 500 páginas. Esto fue en el ’64 probablemente, cuando Mort Cinder ya estaba terminado y su relación con la historieta prácticamente liquidada. Tené en cuenta que fue un año muy duro, se había muerto su mujer…

Vito Nervio (revista Patoruzito, 04 de junio-10 de diciembre de 1953)
Vito Nervio (revista Patoruzito, 04 de junio-10 de diciembre de 1953).


Oesterheld definía el rol del guionista como el “rol masculino” en la dupla, y Breccia no respondía –al menos directamente–. Está claro que en la Argentina, la cultura y lo autoral pasa por lo literario y por eso Oesterheld se presentaba como agente cultural. Por eso ha pesado más su figura y menos la de Breccia.

Es que Alberto –siendo un gran lector– nunca contó historias propias. Necesitaba guionistas y laburaba con guionistas, aunque después dijera que eran malos, que se aburría, etc. No tenía historias propias, no era ni como [Roberto] Fontanarrosa ni como Pratt, extraordinarios narradores y grandes creadores de historias. A Alberto le gustaba dibujar. Es como el caso de [José] Muñoz, quien tiene su propio universo y no es un universo narrativo.

En ese sentido es bastante parecido lo que hace Breccia con Oesterheld que lo que hace Muñoz con [Carlos] Sampayo.

Lo que pasa es que ahí la relación es mucho más cercana, más íntima y de otra naturaleza en el caso de Carlitos y José, hay una mutua influencia. En el caso de Héctor y Alberto es evidente que nunca tuvieron gran afinidad personal, no fueron amigos, si bien trabajaron juntos y había una admiración mutua. Alberto era un tipo bastante solitario, un laburante.

Cuando uno lee las entrevistas a los historietistas, sus trabajos siempre parecen estar cruzados por cuestiones de intercambios personales. Digamos, informales, no hay mucho diálogo al respecto. Las cosas se hacían, y punto.

Alberto no se acordaba de cómo le había llegado el guión de “La gota” [la primera historia de Sherlock Time, 1958]. No sabía con quién había hablado, se lo llevaron y venía sin ninguna indicación, e hizo lo que se le cantó. Fueron 16 páginas como podrían haber sido 12 u 8. Oesterheld los dejaba laburar [a los dibujantes].

En esa historia es notable la diferencia entre lo planteado por el guionista y lo hecho por el dibujante. La primera y la tercer parte son claramente guionizadas, predominan el blanco y el texto farragoso. Pero la mitad es creación de Breccia, todo pasa en la oscuridad, importa el clima.

Cuando le interesaba más una secuencia la hacía un poco más larga. Varias de esas páginas de “La gota” son secuencias mudas. Eso fue un desafío personal ¿no? Era por la chicana que Pratt le había hecho [acusándolo de venderse “como una puta barata” por hacer historietas mediocres]. Y Oesterheld, como siempre, le apretó el botón justo. Ésa era la intuición que tenía para sacar lo mejor de cada uno. Pensar que Arturo [del Castillo] nunca había dibujado un cowboy hasta que dibujó Randall, siempre hacía cosas de época del siglo XIX.

Arturo del Castillo y Héctor Oesterheld, Randall (Hora Cero, 1957)
Arturo del Castillo y Héctor Oesterheld, Randall (Hora Cero, 1957).


Algo clave en Breccia –y en la historieta en general– es la autorreferencia, donde siempre se pone a él mismo en sus historietas. En “Los ojos de plomo” [primer historia de Mort Cinder, 1962], en ese famoso cuadro hecho en negativo donde Ezra Winston corre por un camino en el bosque se notan las huellas digitales de Breccia en la parte superior del cuadro. Es hablar de una obra de autor donde se ha puesto el cuerpo, literalmente. Además de darle su rostro a Erza y antes al jubilado Luna [en Sherlock Time].

Yo se lo pregunté a eso, si la primera vez había sido con Luna. Y me contestó que era porque en esa época él tenía mucha cara de pelotudo. Era su cara a los 40 años, con ese bigotito, parecía dibujado por Calé. Pero ya en Vito Nervio se había puesto como alguno de los malvados que aparecían. Y en Mort Cinder se había dibujado como era en el momento en que lo entrevisté –1987, 25 años después–.

Sin título
Alberto Breccia y Hérctor Oesterheld, Sherlock Time – El Tranvía (Hora Cero Extra Nro 12, agosto de 1959).


Alberto Breccia y Héctor Oesterheld, Mort Cinder (Misterix, 1962)
Alberto Breccia y Héctor Oesterheld, Mort Cinder (Misterix, 1962).


Y Mort Cinder era [Horacio] Lalia [el ayudante].

En esa época trabajaba mucho con modelo vivo. Desde los ’50s venía trabajando siempre así. Yo creo que en Mort Cinder es cuando se nota por primera vez la influencia plástica de los rusos ¿no? Porque en Vito Nervio no podía hacer nada por las limitaciones del género, pero aprendió a contar. Tenía que meter cinco personajes en un solo cuadrito, entonces empezó a dibujar en profundidad, a utilizar perspectivas. Eso era por la limitación del espacio. Alberto siempre intentaba construir algo dramático aunque los personajes estuvieran hablando pelotudeces. Pratt suspendía todo y ponía las caritas a charlar, era lo contrario. Su influencia era el cine ruso de [Sergéi] Eisenstein. Si bien el vio de joven El acorazado Potemkim –sería la década del ’40, recién casado–, todo el ciclo de Aleksandr Nevski e Iván el Terrible –que ahí es donde están el blanco y negro usados como colores, eso viene de ahí– lo vio en el [cine] Lorraine. Y eso lo vio mucho después, probablemente en esta época de la que estamos hablando.

¿En los ’60s?

Probablemente.

¿Y llegó a ver a los expresionistas alemanes?

Alberto había visto todo. Recién en los ’70s aparece una influencia que no se había mencionado que es la de [Lyonel] Feininger, pero no como historietista sino como artista de la Bauhaus.

¿Tenía alguna relación con, o seguía el trabajo de, Antonio Berni y Carlos Alonso?

No, eso no ha aparecido en las charlas [las entrevistas recopiladas por Juan Sasturain, aún inéditas al momento de esta entrevista]. Él estudió pintura con dos artistas: Orlando Pierri y [Demetrio] Urruchúa. Y por poco tiempo con los dos. No estudió por la figura, que no tuvo influencia las suyas, sino que aprendió los valores plásticos.

¿En qué época fue eso?

Un poco en los ’50s, un poco en los ’60s…

Ya de grande.

Y pintaba, pintaba muchísimo, al natural. Era el único dibujante que aflojaba la mano pintando para después hacer historietas. Hacía unas panorámicas costumbristas muy interesantes: grandes planos con muchas figuritas distintas, a lo [Saul] Steinberg, en escenario como la Plaza Flores. Eran unos laburos infernales. Y esos dibujos eran cosas que hacía para él, o para participar en alguno de esos concursos de dibujantes plásticos.

Cuando se (re)descubre la obra de Breccia en Europa, se promueve una lectura que hasta ese momento la obra no había tenido: una perspectiva plástica.

Y su respuesta consciente a eso es su adaptación de la obra de [Howard Phillips] Lovecraft. Es lo primero que él hace por iniciativa propia para vender. Pero eso es porque tiene la perspectiva. El Che y todo lo otro lo hizo por el momento y para zafar, en cambio cuando se sienta a hacer el Lovecraft [Los Mitos de Cthulhu, 1973], lo llama a Norberto [Buscaglia] para que le haga las adaptaciones, está haciéndolo como algo propio que sabe que puede vender.

A. Breccia y Norberto Buscaglia - Los Mitos de Cthulhu - La Sombra sobre Innsmouth (Il Mago, 1973)_02
A. Breccia y Norberto Buscaglia – Los Mitos de Cthulhu – La Sombra sobre Innsmouth (Il Mago, 1973).


Pero entonces, aunque dijera que él “con la plástica nada que ver”, como sostuvo en la entrevista con Oscar Masotta, internaliza esa interpretación plástica de su trabajo.

Sí pero no desde la plástica, sino de su laburo. Es la primera vez que él siente que la historieta –con la cual se ha defraudado, se ha hinchado las pelotas y a la que ha abandonado porque ya no le servía ni de medio de vida ni tampoco de reconocimiento– le da en el ’68 ese reconocimiento y además la posibilidad de que eso se convierta en una fuente de vida. Y no como con los ingleses 10 años atrás, no en un laburo adocenado sino en un laburo artístico.

Eso también es clave, porque Breccia se asume como autor a partir de ser señalado como tal. Una de las formas en que se puede leer Mort Cinder –entre tantas formas que se puede leer– es de forma autobiográfica, alguien que da todo y ya está. Cómo él mismo decía: antes y después, nada.

Claro, y hasta ahí llegó. No te quepa ninguna duda que es una cumbre.

Y cuando quiere hace lo de Lovecraft, afirma que el lenguaje de la historieta no le sirve. Entonces uno tiene que interpretar que eso es otra cosa, pero sigue siendo una historieta.

Es una historieta, ¿qué otra cosa iba a ser? La mayoría de las historias son adaptaciones de Noberto, no es fácil adaptar a Lovecraft. A él le interesaba más el clima que el relato en sí.

Justamente, en Lovecraft está lo indescriptible, aquello que supera las posibilidades de ser descrito.

Es lo que hemos tratado de explicar alguna vez: la sensación, la percepción. Es la continuidad de lo mismo que había con los monstruos de El eternauta. Dibujar la sensación más que los monstruos objetivos.

Alberto Breccia y Héctor Oesterheld, El Eternauta (revista Gente, 1969)
Alberto Breccia y Héctor Oesterheld, El Eternauta (revista Gente, 1969).


Como en “La gota”. Si uno presta atención, no pasa realmente nada, es el clima.

Ya en “La gota” está. Y en la primera secuencia de “Los ojos de plomo” tampoco pasa nada, lo que interesa es dibujar el terror de Ezra. Y lo de Lovecraft le permitió dibujar eso.

¿Por qué siempre esa cercanía con la literatura antes que con otra cosa?

Porque lo que siempre le interesó más fue la literatura.

Sin embargo a [Jorge Luis] Borges nunca lo adaptó, siendo un gran admirador. Bueno, lo incluyeron en Perramus como personaje…

Sí, pero eso fue idea mía. A él le gustaban sobre todo los cuentos criollos, orilleros. Le dedicó bastante tiempo a eso a fines de los ’80.

Alberto Breccia y Juan Sasturain - Perramus (Revista Fierro, 1985)
Alberto Breccia y Juan Sasturain – Perramus (Revista Fierro, 1985).


Un tal Daneri [1974-1978] tiene un clima de arrabal borgeano, de malevos.

Tiene un clima… Eso es Mataderos. Es la primera vez que dibuja Mataderos y que usa el claroscuro que después va a usar para Perramus. La bruma de Daneri no es la bruma ominosa de la dictadura sino la bruma del recuerdo. Con Guillermo Saccomanno en William Wilson [1979] hace aparecer esas murgas que son las de Mataderos. Empieza con ese trabajo de memoria y utilización de ciertos elementos del pasado a mediados de los ’70s.

Alberto Breccia y Guillermo Saccomanno - William Wilson (El Péndulo Nro. 2, octubre de 1979)
Alberto Breccia y Guillermo Saccomanno – William Wilson (El Péndulo Nro. 2, octubre de 1979).


Breccia explicaba que la puesta en página y el clima de El corazón delator [1975] lo había basado en una puesta en escena de La muerte de un viajante, que lo impactó tanto que se olvidó de todo lo que pasaba y quedó fascinado con el escenario. Ahí veo algo contradictorio: por un lado decía que no le gustaba la historieta, pero por el otro hizo repensar las posibilidades de la historieta.

A Alberto no le interesaba la historieta porque le aburría, su lectura era una plomada. Eso no impide que el género no sea interesante, que no le guste el género no impide que no se sienta identificado con él. Preguntale a José Muñoz, te va a decir lo mismo.

En general lo que hacen los historietistas lo que hacen es mirar, ver cómo otros hacen o resuelven alguna cosa más que leer o seguir alguna serie.

Algo por lo que Alberto demostraba entusiasmo en su recuerdo de lector joven era el descubrimiento de The Spirit [de Will Eisner].

¿Se publicaba junto con [Milton] Caniff?

No, a Caniff –según lo que me contó– lo descubrió en el diario uruguayo El País, donde se publicaban las tiras de Terry y los piratas. Cuando venían parientes de Uruguay –estamos hablando de fines de los ’30, principios de los ’40– le llevaban los diarios y entonces a las tiras las veía ahí. Y el Spirit salía bastante mutilado, me parece, en alguna de las revistas de [Manuel] Láinez. Se llamaba Espíritu de Justicia.

Y también a Alex Raymond.

A esos los veía en los diarios, como a Caniff. A [Burne] Hogarth, a [Hal] Foster… Creo ¿eh? Hay que mirar. Pero algo que a él le entusiasmaba era The Spirit.

¿También le gustaba la docencia?

Era una de las cosas que más le gustaban en su vida. Le caían muy bien los pibes, era muy respetuoso de ellos. Siendo un gran escéptico, como él decía, ¿en qué cosas creía? Creía en la amistad y creía en los jóvenes. En el hombre cuando es joven, digamos. Y le gustaba laburar, el trabajo lo define. Se expresaba con el trabajo, y eso no significaba sólo dibujar, sino regar las plantas, lavar los platos.

Tenía la lógica del tripero.

Trabajó siempre, y con mucho respeto por lo que hacía. Y eso se nota siempre. A mí me apuraba para laburar, porque yo soy un lenteja… Me pedía los guiones –al guión se le decía argumento– y me decía: “¡¿Tenés el argumento, pibe?!”.