Frank 4. Fran (Jim Woodring)

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Frank 4. Fran (Jim Woodring). Fulgencio Pimentel, 2013. Flexibinder. 21 x 29 cm. 224 págs. Color y B/N. 30 €

Antes que humanos, fuimos bestias. Antes que adultos fuimos niños. Antes de la palabra, ¿cómo pensábamos? ¿Existe pensamiento racional sin lenguaje? Las palabras cartografían la realidad, la encierran en categorías y fijan su significado. Nos ayudan a comprender —inventar— el mundo y nos alejan del terror a lo desconocido, que es el más ancestral y puro de los terrores. Eliminando la palabra, Jim Woodring nos devuelve al territorio atávico de lo innominado: sin lenguaje no hay reglas, y la realidad no es inmutable. Todo es posible, nada está escrito.

He tardado en darme cuenta, pero creo que al fin he entendido una de las claves de por qué Frank me afecta como lo hace, de cómo consigue conectar con lo más enterrado de nuestra psique, removernos los intestinos y jugar a los bolos en nuestro córtex cerebral. Muchos cómics mudos no son cómics sin palabras, sino que éstas se encuentran implícitas. Los personajes hablan, se comunican con normalidad y siguen nuestras reglas, sólo que nosotros no los escuchamos. Pero en el Unifactor, aunque existe la comunicación y hay escenas en las que se muestran conversaciones, estoy convencido de que no se están diciendo nada definido, sino que son más bien un intercambio emocional, primario y visceral. Una comunicación preverbal y bestial.

El congreso de las bestias, precisamente, es el nombre de la primera historia de las dos que aparecen en el cuarto tomo, y último por el momento, que publica Fulgencio Pimentel en España. La segunda es Fran, y ambas forman un díptico que puede leerse en cualquier orden, y de hecho recomiendo hacerlo, porque entonces se revela una historia diferente: es una vuelta de tuerca al concepto de relato circular que yo no había visto nunca. Cuando uno relee El congreso de las bestias y lo considera la continuación de Fran en lugar de su predecesora todo adquiere significados nuevos, y los acontecimientos extraños y crípticos que siempre suceden en el Unifactor se retuercen para aportar una versión distinta, complementaria, de la relación entre Frank y su nueva amiga, una chica, aparentemente, de su misma especie. El Antojo tiene un papel testimonial, aunque su acción precipite todo, y Manhog, el hombre marrano, ni siquiera aparece, de manera que ésta es, más que nunca, la odisea de Frank, el viaje definitivo del personaje, donde todo lo que Woodring ha construido durante veinte años llega un poco más lejos. Las texturas de grabado, la carne mutante de los personajes, y las estampas grotescas se perfeccionan. Tras tres libros, tal vez podríamos haber caído en el error de pensar que, bueno, ya sabemos lo que nos vamos a encontrar, más o menos, que no será como la primera vez, que no sorprenderá tanto. Casi mejor si alguien piensa eso: más desprevenido le pillará la sucesión de horrores recolectados del subconsciente que ha preparado Woodring para nosotros.

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En medio de ese viaje a un rincón remoto del Unifactor —o fuera de él; no lo sabemos con seguridad— hay una historia de amor. Por supuesto, tan poco convencional como todo en Frank. El orden en que leamos las dos partes del volumen determina el final, que no es tal, y marca la manera en que veamos la relación entre ambos personajes. Pero no podemos olvidarnos de la enorme importancia que tiene el concepto de hogar, y el viaje que aleja y acerca a Frank al mismo, y una idea por encima de todas: Frank quiere vivir, desesperadamente. Pero esta odisea no transforma a Frank —pues carece de la capacidad de aprender—, sino a nosotros, a los lectores.

Porque eso es lo que hace el arte: transformarnos. Hace muchos años, no recuerdo ya dónde, leí un comentario de un aficionado al cómic que afirmaba, más o menos, que algún tebeo era «sólo un cómic. No te va a cambiar la vida». Y me dio pena. Porque a mí el arte me cambia la vida constantemente. Yo no sería el mismo sin haber leído Los pasos perdidos, La ascensión del Gran Mal o La Regenta. Y sí, puedo decir que Frank me ha cambiado. Me ha hecho mirar con otros ojos el mundo, a través de la visión de Jim Woodring, me ha obsesionado, me ha aterrado, se me ha aparecido en sueños. Me ha conectado con cosas que no sabía que tenía dentro, con aquello que va más allá —más atrás— de la razón. Me ha abierto la mente a nuevas y viscosas formas de existir y de pensar. Me ha recordado que estoy vivo y hecho de carne e ideas. Ahora se ha terminado, pero en realidad no lo ha hecho, y nunca lo hará, porque el tiempo, en el Unifactor, es una rueda, y yo sé que no podré estar mucho tiempo sin volver a él. Cuando se termina de leer Fran se es mucho más sabio, pero también un poco más loco. Y eso es el arte.