El libro de los insectos humanos (Osamu Tezuka)

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El libro de los insectos humanos (Osamu Tezuka). Astiberri, 2013. Rústica con solapas. 17 x 24 cm. 368 págs. B/N. 23 €

El japonés Osamu Tezuka es… no, esperad. Me niego a empezar así esta reseña. Si alguien no sabe quién es Tezuka no voy a tener espacio aquí para explicárselo. Pero sí voy a decir que de este autor siempre he admirado sobre todo su capacidad de reinventarse a partir de los 70, a la luz del gekiga y otras corrientes de manga adulto que algunos de sus discípulos —porque de alguna forma todo autor de cómic japonés lo es— habían comenzado a desarrollar años antes. Tezuka, maestro del manga infantil, supo dar en el tramo final de su carrera el do de pecho con un puñado de obras entre las que posiblemente la más destacada sea Adolf, aunque El libro de los insectos humanos, inédito hasta el momento en castellano, no se le quede demasiado atrás.

Por definirlo de alguna forma, es una especie de thriller coral, complejo por su extenso reparto. Como suele ser habitual en el Tezuka más libre y reflexivo, El libro de los insectos humanos penetra en nuestra naturaleza y expone el egoísmo del ser humano como pocos autores son capaces. No hay un solo personaje en este libro al que podamos llamar no ya héroe, sino simplemente buena persona. Cada uno busca su propio triunfo, sin importarle nada tener que pisar a los demás. Todo lo más, hay alguno lo suficientemente pardillo como para ser una víctima inocente. No es casual que Tezuka introduzca en sus tramas el mundo de los negocios y del comercio a gran escala: en el fondo la historia puede leerse como una gran crítica al capitalismo, un sistema en el que todos devoran a todos en una lucha constante por llegar a una cima que no existe.

El elemento central de El libro de los insectos humanos es Toshiko Tomura, una joven con una habilidad especial para imitar a los demás, pero sin ninguna empatía. Toshiko puede imitar a una bailarina, a una escritora o incluso ir más allá y copiar la ideología de un radical anarquista, pero no podrá nunca entenderlos o preocuparse por ellos. A ratos frívola y a ratos cruel, se apropia de las vidas ajenas y va dejando un reguero de cadáveres a su paso sin que le afecte en absoluto. Es un personaje estremecedor, cuyo halo de maldad —si es que a eso se le puede llamar maldad— se refuerza por el estilo de dibujo de Tezuka.

La historia de Toshiko y las de los hombres y mujeres que entran en contacto con ella avanzan vertiginosamente, con el ritmo propio de cualquier cómic de Tezuka. Los clímax y anticlímax están perfectamente equilibrados, y la lectura absorbe por completo. Cada giro nos engancha aún más, y sin necesidad de conejos sacados de la chistera o trucos raros. Sorprende lo bien planificado que está todo si tenemos en cuenta que, como es habitual en el mercado japonés, fue una obra previamente serializada, pese a lo cual tiene una unidad redonda, sin fisuras.

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Que no haya altibajos y el ritmo sea vertiginoso también se debe a la increíble capacidad de Tezuka para componer sus páginas. No hay una sola en la que no eche el resto o que no sorprenda por la audacia, sin que deje nunca de estar todo ajustado a lo que se cuenta. Hay secuencias en las que Tezuka depura los recursos narrativos que desde el inicio de su carrera tomó prestados del cine, como la que sucede en carretera de las páginas 160 a 164, pero en otras va todavía más allá en la experimentación, como, por ejemplo, en una viñeta en la que de repente todo está en negro y sólo vemos los bocadillos de texto (pág. 187), o en las muchas secuencias de sexo, tratadas con una sensibilidad extraña, que tiende al simbolismo pero que no renuncia a mostrar, aunque la que más me ha gustado a mí sí lo haga, utilizando los contrastes de luces y sombras de un modo perfecto (pág. 175) en un polvo que presagia el conflicto final de El libro de los insectos humanos. Podría estar durante diez páginas más destacando escenas de este cómic, pero voy a terminar señalando únicamente la que me parece más brutal de todas ellas: la que sucede entre las páginas 72 y 85, una obra de ingenería en la que todo es perfecto: la elección de los planos, la situación de las onomatopeyas, la forma de las viñetas, y sobre todo la creciente tensión que rompe en un clímax rotundo.

Escribió Santiago García a propósito de esta obra que no creía «que se publicara [en su día] nada parecido en occidente, nada tan adulto, tan dramático, tan personal y a la vez comercial». Y creo que tiene mucha razón. El tratamiento del sexo y la violencia, por ejemplo, no tiene nada que ver con el que era habitual en el underground americano contemporáneo a El libro de los insectos humanos, que se beneficia de las casi dos décadas previas de gekiga y de obras dirigidas al público adulto, sin necesidad de ser rebelde o socialmente rompedor. Hay cómics que se suelen catalogar como adultos que, al leerlos, uno tiene que poner mucha buena voluntad para considerarlos como tales —no pongo ejemplos porque no es lugar éste para levantar ampollas; tal vez en otro momento—. Pero El libro de los insectos humanos lo es, sin matices, sin elementos extraños que se expliquen por la época en la que fue dibujado. Como sucede con las buenas obras adultas de cualquier otro medio, cuarenta años no son nada: si me dicen que este manga es de 2013, me lo creo por completo. No porque sea moderno, sino porque es completamente universal.