La teoría del arte versus la señora Goldgruber (Mahler)


La teoría del arte versus la señora Goldgruber (Mahler). Sins entido, 2012. Rústica. 128 págs. B/N. 16 €

A Nicolas Mahler (Viena, 1969) lo conocí, como a tantos otros, a través de Nosotros Somos Los Muertos. Algunas historias cortas mudas de humor minimalista –tanto en su concepto como en su ejecución– me convencieron de que aquel tipo, que pasaba por ser el historietista más internacional de Austria, tenía talento, así que me hice con un par de libros suyos publicados en Estados Unidos. Uno de ellos fue Lone Racer, una historia tirando a noir que, si bien presentaba un tono eminentemente melancólico, no estaba exenta de ironía. Esa misma ironía –en cantidades ingentes– y la capacidad de sugerir conceptos abstractos a partir de situaciones prácticas, son lo que convierten La teoría del arte versus la señora Goldgruber en un gran libro disfrutable tanto desde el mero punto de vista del humor, como desde una posición, ya lo apunta el título, teórica.

La teoría del arte versus la señora Goldgruber nace como catálogo en forma de cómic de una exposición dedicada al dibujante. En él, Mahler, con un estilo de dibujo de gran simplicidad estética que podemos emparentar con el de nuestros Calpurnio, Tamayo o Juanjo Sáez, desgrana una serie de capítulos en los que describe sus experiencias como artista –o como autor de cómic, porque lo que aquí se discute es si ambos términos son equivalentes– enfrentado al mundo real, ese mundo real encarnado en la señora Goldgruber, funcionaria del fisco.

Este es, sin duda, el meollo del tebeo. Si bien el aficionado al cómic “de toda la vida” no duda en afirmar categóricamente que “el cómic es un arte” y defiende esta condición frente a las ignorantes masas de humanos no iniciados en la grandiosidad de las viñetas, la percepción social de la historieta dista mucho de adherirse a este planteamiento. La señora Goldgruber, encargada de organizar y procesar los impuestos de Mahler, se niega a reconocer que lo que hace su cliente es arte… hasta el momento en que Mahler le muestra su obra más experimental, más alejada de Los Pitufos. Una primera lectura es obvia: la sociedad está dispuesta a aceptar el cómic como arte en el momento en que éste se desembarace de su pasado como producto industrial de entretenimiento infantil y juvenil.



En cualquier caso, Mahler no mastica las conclusiones para el lector. Incluso se puede decir que en los distintos capítulos encontramos tesis contrapuestas, como si el dibujante austriaco jugase a ser abogado de la defensa y de la acusación alternativamente. De hecho, de un lado tenemos a «la teoría del arte», es decir, críticos, autores y aficionados, y del otro a la señora Goldgruber, en representación de «la masa social». Y me temo que la señora Goldgruber acaba siendo uno de los personajes más simpáticos del libro, desde luego mucho más que sus «opositores». Si a eso sumamos el detalle mencionado al principio, que este cómic fue ideado para ser vendido en un museo acompañando a una exposición de Mahler, la conclusión inmediata es que el objetivo primero de Mahler no es convencer a los neófitos de que el cómic es un arte, sino explicar a los aficionados el porqué no está ampliamente considerado como tal. Mahler sí que apuesta por el cómic como arte, pero comprende los motivos por los que no es aún una concepción socialmente extendida y es crítico con la propia actitud de los aficionados a la historieta. O al menos con algunos grupos de aficionados. En este sentido, recientemente un par de autores españoles con estilos y objetivos tan dispares como Tyto Alba y Mauro Entrialgo lamentaban la cerrazón de muchos lectores de cómic y su tendencia a despreciar otras manifestaciones artísticas. Crítica que, por cierto, comparto. Mahler también parece estar de acuerdo con esta idea, e incluso nos reta a hacer examen de conciencia cuando relata cómo, de niño y antes de aficionarse a hacer cómics, su gran pasión era la costura. Los mismos aficionados al cómic que consideramos a Mahler un artista, ¿seguiríamos considerándolo así si expresase sus inquietudes y diese rienda suelta a su creatividad a través de la moda?

Resulta paradójico leer cómo el mayor éxito de Mahler, dibujante prolífico donde los haya, es una animación cinematográfica, a la cual dedica un buen número de páginas de este cómic. Por citar otro ejemplo reciente, tras la muerte de Moebius, muchas televisiones anunciaron el deceso haciendo hincapié en el trabajo del francés en diseños para el cine. Pero si el cómic ocupa un lugar menor en nuestra sociedad, es un trabajo y una responsabilidad del propio cómic cambiarlo. El cómic –y aquí hago referencia tanto a las historietas como a los aficionados, los autores, los expertos, etc.– puede considerarse a sí mismo un arte, pero no lo será del todo hasta que sea el conjunto de la sociedad quien refrende esta apreciación. ¿Estamos en el camino correcto para que esto suceda? Hay indicios de que así es, pero serán los propios autores con sus obras los que tendrán la última palabra al respecto.

Pero en La teoría del arte versus la señora Goldgruber hay otros temas. Por ejemplo, el concepto de original en el cómic y la aparente dicotomía que se establece entre arte y entretenimiento. O la misma idea del humor. O el papel de la crítica de cómic en su calado social. Son muchos los temas sobre los que incide Mahler y, afortunadamente, lo hace de una manera muy inteligente, planteando ideas abstractas a través de ejemplos concretos. Y de ejemplos divertidos, además, porque Mahler es, ante todo, un humorista. Posiblemente el tipo de pensador peor considerado, practicando en este caso una de las artes peor consideradas. Y sin embargo es esa posición la que le permite desdramatizar y hacernos tragar su píldora envenenada como si fuera un caramelo.

Sería injusto no hablar también de las grandes cualidades de Mahler como autor de cómic, pero da la casualidad de que La teoría del arte versus la señora Goldgruber incluye un ensayo al respecto firmado por el comisario de la exposición para la que fue creado este cómic, así que allí os remito. Simplemente constaré de que, a pesar del abundante texto que recoge la obra, la lectura es extraordinariamente ágil y concisa. Mahler ha realizado varios cómics mudos y parece que eso le ha ayudado a tomar la medida al medio en el que se desenvuelve y a situar la claridad expositiva por encima del lucimiento personal. En sus pequeños capítulos no parece que sobre ni falte nada, como si fuesen pequeñas canciones cuyo conjunto conforma un disco perfecto. Con su coda y todo. Es posible que este año leas muchos cómics, e incluso puede que algunos sean mejores que este. Pero ninguno de ellos será, ni de lejos, parecido.