El sótano en llamas (Toño Benavides)


El sótano en llamas (Toño Benavides). Astiberri, 2011. Rústica. 72 págs. B/N. 14 €


El sótano en llamas de Toño Benavides ha supuesto una agradable sorpresa. O sea, no es que nos alegremos de que se le haya quemado el sótano al pobre Toño, sino que ha resultado muy gratificante acercarse a la obra de un autor que no conocíamos y al que en adelante trataremos de no perder la pista. Porque el tebeo es bueno, claro. Y lo es, básicamente, porque Benavides bebe de una tradición con base sólida, el surrealismo, pero lo hace a su manera, que resulta ser una manera un poco anticómic. No estamos hablando del colmo de la experimentación, ni de un libro difícil de seguir. Simplemente, en lugar de acelerar por la vía habitual, la narrativa, Benavides se detiene en la vía de servicio de lo contemplativo, por llamarlo así. Ilustra cada página con tan solo una o dos grandes viñetas, siempre con un texto al pie, de manera que sus historias funcionan casi como relatos ilustrado, solo que los textos son tan cortos y concisos y las imágenes tan evocadoras que ninguno de los dos elementos queda subordinado al otro. Hay equilibrio, hay intención, hay cómic.



El libro se divide en tres partes, una de las cuales a si vez se subdivide en historias autoconclusivas de 4 páginas, pero el conjunto está bien ligado, como decíamos, con una espesa e inquietante salsa de surrealismo. En el prólogo se cita como referentes a Kafka, Edward Gorey y Edvard Munch, entre otros, a los que desde aquí añadiríamos sin dudar los nombres de Lorenzo Mattotti y Santiago Sequiros (por la línea sinuosa y la quebrada, respectivamente), Jacques Loustal (por la relación y/o desarticulación entre texto e imagen), Roland Topor (por lo inquietante) y René Magritte (como representante de la surreal experiencia de la vida cotidiana). Me ha gustado en El sótano en llamas, como digo, que Toño Benavides haya encontrado su propia vía en la fusión atípica de texto e imagen, pero también que sus relatos, en la mayoría de los casos y pese a que se prestan a ello, no se apoyen en el final sorpresivo, porque así evitan su propia conclusión y se convierten en cuentos circulares que se pueden leer una y otra vez. Y, lo que es más importante, buenos cuentos.