Rompepelotas

Si eres un viejo seguidor de esta web, sabes que sentimos cierta predilección por Bernard Krigstein, un efímero y genial autor de los años 40 y 50 que ha pasado a la historia por su compromiso artístico con el cómic cuando para la mayoría de sus colegas aquello no era más que un negocio basado en el entretenimiento. Toda reivindicación de la figura de Krigstein será poca, y por ello hemos traducido un artículo escrito por Art Spiegelman en 2002 para The New Yorker sobre su figura y su trabajo. Aunque algunos de los temas expuestos por Spiegelman ya han sido tratados por aquí, nunca está de más recordarlos, por no mencionar que Spiegelman es uno de los primeros valedores de Krigstein y quien impulsó el famoso ensayo sobre Master Race. En la propia traducción del texto de Spiegelman hemos introducido un par de enlaces, pero quien quiera ampliar detalles sobre la vida y la obra de Krigstein o, simplemente, quiera leer algunas de sus historietas, puede tirar de este hilo.


De izda a dcha: Wally Wood, Bernard Krigstein y Harvey Kurtzman, en 1972.


ROMPEPELOTAS
La vida entre viñetas de Bernard Krigstein
Por Art Spiegelman, 22 de julio de 2002

La actual película de Spider-Man venderá más cepillos de dientes de Spider-Man, figuritas y bollitos congelados rellenos de Spidey-bayas, que los auténticos cómics de Spider-Man; simplemente, el cómic no es la forma popular de la cultura popular que era en su momento álgido, a mediados del siglo XX, aunque lo que este medio bastardo ha perdido en popularidad, lo ha ganado en legitimidad. Ahora apenas si se levanta una ceja cuando los autores de cómic reciben atención académica y crítica seria, exposiciones en museos y becas Guggenheim.

Cualquiera interesado en cruzar la cada vez más estrecha división entre alta y baja cultura, está obligado a considerar el trabajo y la atribulada carrera de Bernard Krigstein (1919-1990), un dibujante de cómics de después de la guerra que tuvo el privilegio y la mala fortuna de ser un Artista con «A» mayúscula trabajando en una Forma Artística que se consideraba a sí misma tan solo un Negocio. Krigstein nunca estuvo ligado a un personaje específico (el más seguro pase para el éxito en el cómic), y nunca escribió sus propias historias (una desventaja en un medio narrativo). No era querido por los editores, directores artísticos o lectores. Su reputación se asienta en las historias cortas que ilustró en 1954 y 1955 para EC Comics (los tipos que te ofrecieron Tales from the Crypt y Mad), pero una de esas historias, Master Race, fue un logro de altísimo orden –una obra maestra.

Las ocho páginas de Master Race están exquisitamente reproducidas en la nueva biografía de Greg Sadowski, B. Krigstein (Fantagraphics; $49.95), al igual que otras pocas historietas clave y algunas páginas de muestra, pero todo el proyecto es tan quijotesco como la carrera que describe. Siniestramente subtitulado «Volume One (1919-1955)», el libro ofrece profusas muestras de las obras juveniles del artista, pinturas (incluidas copias de estudiante de trabajos del Renacimiento expuestos en el Metropolitan), ilustraciones menores, manojos de dibujos hechos durante la guerra y cartas a su esposa, Natalie (que ha escrito el prólogo), e incluso una reproducción de sus calificaciones universitarias. Este detallado tamizado de restos no parecería estúpido si el sujeto fuese, digamos, Jackson Pollock u otro héroe fabuloso ungido por los Dioses de la Historia del Arte. El libro es probablemente el que probablemente el que Bernard Krigstein hubiera querido para sí, pero no es el libro que necesita: una antología bien seleccionada de entre el par de cientos de historias que ilustró, sobre todo en los años 40 y 50. Tal y como es, el presente libro se lee mejor como un emotivo bildungsroman sobre una figura desaparecida: el intelectual judío neoyorquino de clase media-baja de mediados de siglo, borracho de arte y cultura, luchando por sobrevivir moral y estéticamente en la jungla comercial.



La novela de Michael Chabon del año 2000, Las increíbles aventuras de Cavalier y Clay, nos recuerda que la industria de los primeros tiempos del cómic fue un escenario específicamente judío, prácticamente una extensión del mercado textil. Lo inventó un vendedor de publicaciones judío y se hizo popular con historias creadas por dos chicos judíos de Cleveland sobre un inmigrante del planeta Krypton. Muchos de los miembros de la primera generación de creadores -como Will Eisner, Bob Kane (Kahn), Stan Lee (Lieber) y Jack Kirby (Kurtzberg)- eran judíos de Nueva York de primera y segunda generación. Y, a pesar de que muchos de ellos eran inteligentes, muy pocos tenían educación, y solo Krigstein era un auténtico intelectual. Habría tenido más en común con la plantilla de Partisan Review o Commentary que lo que tuvo con sus colegas en Nyoka the Jungle Girl, Space Patrol y Strange Tales of the Unusual.

Krigstein escuchó por primera vez lo que después llamó «el sonido del arte» en el instituto. Abrió un libro sobre arte y fue mordido por una de las manzanas de Cézanne. En la Universidad de Brooklyn, su futura esposa lo persuadió de cambiar su licenciatura en contabilidad y comprometerse a ser un «bello» artista. Las necesidades económica hicieron que Krigstein, como muchos otros aspirantes a pintores, se topara con el trabajo en el mundo del comic book. A diferencia de los otros, comenzó a sentir el potencial del medio y, sin condescendencia, empeñó todas sus habilidades y discernimiento en probar sus límites. Sus cuadros volvieron la vista a los valores representativos que ya llevaban pasados de moda por lo menos 50 años; sus cómics eran visionarios y miraban al menos así de lejos.

Tras abandonar el medio, en los años 60 (y ser abandonado por él), dijo, «me di cuenta de que el cómic era dibujo y… produje crítica del medio a medida que trabajaba en él». Generalmente constreñido por guiones banales, Krigstein reflexionaba:

Mi frívola idea era que la acción en el cómic, como en cualquier arte, no acaba con una persona golpeando a otra en la mandíbula. También existe la acción de la emoción, psicología, personalidad e ideas. Yo anhelaba tener historias que tuvieran más que ver con la realidad y los sentimientos y pensamientos de la gente… una especie de medio literario, digamos incluso que un medio chejoviano, en el que uno pudiera profundizar en la gente real y los sentimientos reales.

Manny Stallman, un dibujante de cómics más típico, una vez se volvió hacia el hermano de Krigstein con incredulidad y dijo, «¡Bernie se está tomando esto en serio!».

El dibujo comercial, con todas sus constricciones, parecía el único refugio para los dibujantes figurativos de mediados de siglo, y Krigstein sentía un orgullo de artesano por sus precisas perspectivas y sus documentadas imágenes basadas en la observación. Sin parecer abigarradas, sus equilibradas viñetas empezaron a llenarse con multitudes de figuras articuladas individualmente. Desdeñaba atajos y soluciones fáciles, y reemplazaba el vocabulario del autor de cómic de marcas de sudor y líneas cinéticas con el lenguaje de un pintor de composición y forma. Era como si los demás autores estuvieran dibujando yiddish expresivamente mientras que Krigstein dibujaba hebreo elocuentemente.



Combativo por naturaleza, luchó contra la indiferencia y las fechas de entrega de los estudios estructurados como cadenas de montaje para tener el derecho de entintar sus propias viñetas. Sorprendentemente, en el cénit de la era McCarthy, lideró una batalla para formar un sindicato de autores freelance de comic book, para recibir tarifas estipuladas, beneficios sanitarios y un poco de respeto. Después de que sus esfuerzos organizadores se hicieran pedazos, en 1953, Krigstein tuvo la buena fortuna de engancharse a EC Comics. Los guiones estaban por encima del resto, y se buscaba que los vistieran los mejores ilustradores, animándolos a desarrollar sus aproximaciones individuales.

Acercándose a lo más alto de sus posibilidades, Krigstein ajustó su estilo para cada una de las historias de EC que le asignaron: viñetas majestuosamente caligráficas influidas por el arte oriental para adaptar una fábula de Ray Bradbury ambientada en la antigua China; un expresionismo alemán esbozado para una historia sobre un malvado hipnotizador contada desde el punto de vista del asesino; modernismo quebradizo de los años 50 para el cuento de un aburguesado matrimonio en una espiral de asesinato. Todos mostrados con la serena inteligencia y la maestría de Krigstein. Todos eran elegantes -incluso hermosos-, aunque en cierto modo no le hacían justicia. Altamente respetado por sus pares en EC, Krigstein no era un favorito entre los lectores de EC, que preferían los obsesivamente detallados cohetes espaciales de Wally Wood y los cadáveres fétidos de Graham Ingels.





Krigstein comenzó a vibrar con el lenguaje interno del cómic, a comprender que su esencia yacía en la división en viñetas [breakdowns], la exposición de caja en caja que divide momentos temporales en unidades espaciales. «Es lo que sucede entre esas viñetas lo que resulta tan fascinante», dijo en una entrevista en 1962. «Fíjate en toda esa acción dramática que uno nunca tiene la oportunidad de ver. Es entre esas viñetas donde suceden las cosas fascinantes. Y a menos que al artista se le permita profundizar en ello, el medio continuará siendo infantil».

Krigstein sentía un hambre voraz de más viñetas que las que permitían los rígidamente estructurados guiones cortos; llegó a subdividir las páginas previamente rotuladas para permitir más y más -aunque más pequeños y estrechos- cuadros en sus páginas. Después, Al Feldstein, el principal director artístico y guionista de EC, le asignó una historia de 6 páginas, Master Race. Un refugiado de un campo de concentración carcomido por los recuerdos, Carl Reissman, entra en un vagón de metro y reconoce al extraño cadavérico que se sienta frente a él. Un flashback detalla los horrores del Tercer Reich y finalmente revela que Reissman fue uno de los perpetradores -el comandante de un campo de exterminio. El extraño lo persigue por un andén vacío, donde Reissman resbala y es aplastado por un tren en marcha. Si el misterioso extraño era una antigua víctima que una vez juró venganza o una proyección de la culpa de Reissman, queda sin resolver.

Feldstein la veía como una historia de final sorprendente más siguiendo el patrón de O. Henry, al igual que las otras tres que producía mecánicamente cada semana. Lo único que pasaba es que esta trataba sobre los campos de exterminio nazis y la culpa tras la guerra en una época en que la cultura no era proclive a considerar la catástrofe en ningún medio. Krigstein tomó el guión como una oportunidad para demostrar sus propias posibilidades y las del medio. Rogó por doce páginas y le concedieron ocho a regañadientes.

Las cualidades formales de Krigstein como narrador -no el tema de la historia- convierten a Master Race en un tour de force. Condensa la década de terror nazi con potencia pero comedidamente, sin caer en el gran guiñol que hizo famoso a EC. Las dos tiras de viñetas en staccato que conforman el climax de la historia se han hecho justificadamente famosas entre los estudiosos del cómic. A menudo han sido descritas como «cinematográficas», un término extremadamente inadecuado para el logro: Krigstein condensa y dilata el mismísimo tiempo. La corta persecución que acaba con la vida de Reissman ocupa aproximadamente el mismo número de viñetas que se dedican a toda la década de Hitler; la vida de Reissman flota en el espacio como la materia suspendida en una lámpara de lava. El efecto acumulativo comporta un impacto -a la vez visceral e intelectual- único en el cómic.



Casi nadie se percató de la historia, publicada en Tales Designed to Carry an IMPACT, #1. Apenas se distribuyó, perdida en el período subsiguiente a la devastadora investigación del Senado de 1954 sobre la relación entre la lectura de cómics y la delincuencia juvenil. Con EC y el resto de la industria del cómic evaporadas a su alrededor, Krigstein se fue brevemente a trabajar en la fábrica de vestidos de su padre. Tras varios meses de riñas filiales, volvió a la ilustración freelance de revistas, libros y portadas de discos, donde su integridad y su beligerancia finalmente limitaron su éxito. En vano intentó interesar a los editores de libros en una gigantesca adaptación al cómic de Guerra y paz, pero para 1962 se había estabilizado lo que sería una carrera de 20 años enseñando ilustración en el New York’s High School of Art and Design para subvencionar su devoción por la pintura.

Yo era estudiante de cómic en Art and Design en 1963. Solo vagamente consciente de los cómics de Krigstein, yo lo rehuía. Era un hombre pequeño con pecho de barril con reputación entre mis amigos estudiantes de profesor duro, sin sentido del humor y que desdeñaba completamente el cómic. Me alegró descubrir en el libro de Sadowki que las iniciales que Krigstein usaba cuando firmaba sus primeras páginas de superhéroes, «B. B. Krig», venían del sobrenombre que se había ganado en el Ejército: Ballbuster.

Solo me encontré con él una vez, a principios de los años 70. John Benson, el editor de un fanzine sobre EC llamado Squa Tront, quería expandir y publicar un análisis viñeta a viñeta de Master Race que yo había escrito en 1967 como trabajo universitario. Fuimos a visitar a Krigstein a su estudio de pintura, en East Twenty-third Street, para que yo se lo pudiera leer y anotar sus respuestas. Al principio Krigstein objetó que aquellos tiempos ya habían quedado muy atrás y que no recordaba mucho sobre el trabajo. A medida que empecé a leer, entró con avidez en el análisis, reconociendo una referencia al Futurismo en una viñeta, a Mondrian en otra, negando una referencia a George Grosz en otro. Se deleitó cuando apunté una onomatopeya visual que conjuraba el traqueteo del metro. Era como si los mensajes que envió en botellas décadas atrás hubieran sido finalmente encontrados.



Al final del artículo, comparaba su aproximación con la de algunos importantes contemporáneos a quienes yo también admiraba, incluyendo a Harvey Kurtzman y Will Eisner. Cuando leí ese párrafo, Krigstein se oscureció. «¡Eisner!», gritó. «¡Eisner es el enemigo! ¡Cuando estás conmigo, yo soy el único artista!». Tiró de mí hacia el interior de su estudio y señaló las paredes. «¡Mira!», rugió. «¿Ves esas pinturas?». Vi varios grandes, fundidos, grumosos paisajes post impresionistas en colores ácidos. «¡Estas son mis viñetas ahora!». Su voz dejaba traslucir toda la angustia de un amante con el corazón roto.