El judío de Nueva York (Ben Katchor)

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El judío de Nueva York (Ben Katchor). Astiberri, 2008. Cartoné. 112 págs. B/N. 21 €


Muy buena edición la que nos encontramos de Astiberri como punto de partida a la hora de ojear (y hojear) por primera vez esta obra de Ben Katchor, titulada El judío de Nueva York.
También vemos muy buenas referencias de ella y de su autor de medios importantes e influyentes (¿qué hasta qué punto influyen o no en la compra?) en las que nos hablan de Katchor como “el artista más poético y polifacético que haya dibujado una tira de cómic”. Ahí es nada, ladies and gentlemen! Según eso, no me queda más que rendirme a la evidencia y confesar que es cierto que la poesía no es lo mío, que se me resiste, tal y como se me ha resistido este álbum: no he conseguido en casi ningún momento sentirme enganchada ni atrapada por la historia que se cuenta ni por los personajes que la desarrollan. Y es duro admitir que, según la persona que escribiese esas líneas en el New York Times (periódico en el que, curiosamente, ha publicado obras suyas, pero vamos, nada que objetar, claro), no tengo ni pizca de sensibilidad.
Pero ahí no acaba todo: qué va. Según la otra nota alabatoria de este cómic, que viene abalada por Publishers Weekly y que en este caso me deja como una persona triste, sin sentido del humor y que ahonda también en mi falta de visión poética, ya que historia, fantasía y misticismo judío se transforman en la atmósfera social de este cómic, contado con el irónico sentido del humor, el flemático equilibrio y la verosimilitud poética de Ben Katchor. Vamos, que debería empezar de nuevo con el Método Palau porque parece ser que esto de leer no es lo mío.

Es evidente que si se va a publicar un tebeo, se pondrán las críticas más favorables posibles que se puedan recoger, pero – y como tengo que ir practicando con el irónico sentido del humor- ¿no es pasarse un poco todo esto? Evidentemente, no. No para quien fuera que lo escribiese. La lástima no es que yo no sienta lo mismo ni en los mismos términos, y esto no es una manera de afirmar mi mente –que debe estar- flemáticamente desequilibrada, es que El judío de Nueva York me ha parecido aburrida y falta de todos esos fantásticos epítetos que me impulsaron a comprarla. Bueno, en realidad (y como nueva prueba de mi escasa verosimilitud poética en este caso) he de afirmar que sí hay un claro contexto social y unos personajes que rozan la parodia de los considerados arquetipos del judío, tratados con un fino sentido del humor, mordaz, en bastantes aspectos y que bien pudieran ser extrapolables a nuestros días, por ejemplo, sin tener que variar demasiado el marco de referencia.

PersonajesPersonajes



Los personajes están perfectamente trazados en sus características comportamentales, pero es complicado y costoso (dificultoso) llegar hasta ellos, ya que no entramos en situación hasta bien mediada la obra y es, a partir de ese momento, cuando se empieza a disfrutar algo de la trama y de sus pretensiones. O al menos, cuando comencé yo, alma sin poesía que destilar, a poder entretenerme con la lectura. Estos personajes son el centro del dibujo, en el que los fondos son meros paisajes donde centrarlos, y ambos esbozados, entintados con trazos rápidos, imprecisos y difuminados con tonalidades grises a la acuarela.

Interior



La trama parte de un hecho histórico: Mordecai M. (de Manuel) Noah desea fundar un lugar para los judíos en el Nuevo Mundo, por lo que es seguido por una legón de fieles y denostado por otros tantos. A partir de ese hecho, que marca claramente las vidas de las comunidades y de sus vidas, Katchor nos relata las peripecias de unos cuantos personajes unidos todos bajo una misma congregación religiosa a la que pertenecen activamente y que tiene gran importancia en el desarrollo de sus acciones vitales. Así, nos encontramos a un seguidor de Noah que vuelve al redil de una manera bastante atípica, para el punto de vista de sus compadres, excepto para un mercader sin demasiados escrúpulos que sabrá sacar partido de esa situación. A su vez, se relacionan con el resto de miembros (masculinos, claro) destacados de la sinagoga, empeñados en planificar la nueva temporada de espectáculos teatrales, entre las que se encuentra la obra El judío de Nueva York (he aquí un interesante juego entre ficción y realidad ficticia que hasta yo he conseguido atinar, a pesar de mis múltiples carencias, ya comentadas), escrita por un antisemita (¡qué ironía, qué flemática sutileza!) e interpretada por un actor –gentil, esta vez- empeñad en darle el mayor “toque judío” a su personaje, basado claramente en la figura de Noah; un vendedor de tierra santa de Tierra Santa, reconvertido en comercial ayudante de un soñador que pretende llevar agua de soda carbonatada (¡y sin estar en Atlanta!) a todos los hogares.

Ya ven: un buen elenco y una historia prometedora. Una verdadera pena que haya caído en manos tan desafortunadas y poco hábiles, sin sentido del humor y carente de aptitudes poéticas, por lo que no me queda otra que emplazarles a su lectura, porque son ustedes, sin duda alguna, maravillosos y sensibles. Yo, por mi parte, lo reintentaré con el frescor otoñal y la caída inspiradora de las hojas.


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No merece una relectura, pero es óptimo para nivelar esa mesa que cojea


Mar