Iceland (Yuichi Yokoyama)

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Iceland (Yuichi Yokoyama). Mincho Press, 2016. Rústica. 17 x 24 cm. 96 págs. B/N. 17 €/p>

Resultaba muy significativo que Yuichi Yokoyama, uno de los más destacados autores internacionales de vanguardia, tuviera sólo una obra publicada en castellano: Viaje (Apa Apa, 2010). Viaje fue recibido con una mezcla de fascinación, desconcierto y expectación hacia lo siguiente que se publicara del autor, y, desde entonces, su nombre no ha cesado de sonar entre la crítica y los muchos autores a los que está influyendo. Sin embargo, hemos tenido que esperar casi seis años para ver un nuevo libro de Yokoyama publicado en nuestro país. Iceland ha aparecido de improviso, de la mano de Mincho Press, el sello responsable de la revista Mincho. Primer signo a tener en cuenta: no se trata de una editorial de cómics, ni siquiera de una editorial literaria, de las que en los últimos años se están animando a publicar novela gráfica. Aparece en un sello vinculado al diseño y el arte de vanguardia, que es, por supuesto, el espacio natural de Yokoyama.

Y tal vez eso explique su difícil encaje en el mercado del cómic. Yokoyama no innova sobre la base de una tradición artística reglada, sino que toma sus referentes de la pintura que estudió y construye algo totalmente nuevo, verdaderamente extraño en el contexto de la historieta, un lenguaje que no tiene por qué ser estrictamente narrativo pero que casi siempre lo ha sido. Como explica Pepo Pérez en el excelente prólogo de Iceland, es normal que ante lo desconocido busquemos siempre comparaciones con lo conocido. Se habla de Chris Ware o de Jack Kirby, pero, finalmente, Yokoyama es otra cosa, aunque comparta con el primero cierta visión de la cinética y la acción y con el segundo la preocupación por mostrar lo invisible, por abstracto.

Se ha definido el trabajo de Yokoyama como «posthumano», y estoy de acuerdo en que es un buen punto de partida para entenderlo. Y cuando digo entenderlo no me estoy refiriendo tanto a entender qué está pasando en sus historias, sino a entender, más bien, que no hay tal, al menos no como se ha definido en la tradición del cómic. Acierta Pérez cuando escribe «personaje» entre comillas para referirse a los seres humanoides que aparecen en las páginas de Iceland. Como sucedía en Viaje y, más aún, en Garden (Picture Box, 2011) —para mí la obra maestra de Yokoyama hasta el momento—, no hay personajes en tanto que no tienen personalidad, carácter o historia. Son máquinas humanas, con carcasas coloristas, como si fueran figuras de acción, pero sin personalidad diferencia. Es decir: todos iguales en su diferencia. Si Yokoyama nos está queriendo decir algo sobre nuestra sociedad a través de esto es algo controvertido. Yo recuerdo que lo vi así en un primer momento, pero se debe a la tentación explicativa que siempre nos ronda cuando hacemos crítica. Mi posición hoy es que cualquier interpretación de este tipo siempre hay que ponerla en cuarentena cuando hablamos de una obra con unos valores tan diferentes a lo que estamos acostumbrados. Recordemos: no son humanos, no forman una sociedad como la nuestra, ni siquiera podemos rastrearla. No es el futuro, no es un mundo alienígena, no es un reflejo distorsionado del nuestro; pero puede ser las tres cosas. En esa indeterminación es donde tenemos que intentar situarnos cuando leemos a Yokoyama.

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Es algo difícil, desde luego: nos adentramos en un territorio ignoto, donde nuestras reglas no valen, y todo lo que sabemos debe ser dejado en la entrada. Basta abrir la primera página de Iceland para darnos cuenta de que estamos ante un viaje a lo extraño, aunque, en realidad, lo que se nos muestre sea un simple paisaje polar. Pérez también alude en su texto al punto de vista como clave. Como es lógico, la narrativa humana lanza una mirada humana sobre la realidad, por distorsionada que dicha mirada sea. Los intentos de salir de esa realidad para mirarla desde fuera siguen partiendo de lo humano; un narrador omnisciente sigue siendo humano. Los intentos de representar la realidad desde puntos de vista novedosos, que la decodifiquen en otros términos, aparecen por ejemplo en unas vanguardias que no pueden dejar de verse como uno de los grandes referentes de Yokoyama. La fascinación por la máquina del futurismo o el interés por la línea y la forma geométrica de la obra abstracta de Kandinski están en su trabajo, pero al mismo tiempo hay una reformulación de lo gráfico radical, como si partiera de cero para crear el cómic de otro mundo. Esto es importante tenerlo en cuenta porque, tal vez, explique por qué el otro gran renovador del manga, Shintaro Kago, sí ha tenido éxito en nuestro mercado. En sus obras más celebradas, Kago toma los elementos del cómic que todos conocemos y los retuerce en ejercicios metalingüísticos que transforman lo extradiegético en diegético. Llega lejísimos, pero parte de un origen que compartimos, de modo que podemos entender el viaje. Pero en Yokoyama el camino es alienígena. Nunca entendemos qué sucede; sólo podemos admirar. La narración entendida como relato se reduce a su mínima expresión. Los textos se nos niegan o, como en el caso de Iceland, se limitan a comentarios que subrayan lo que vemos, como si lo único importante en la obra fuera lo descriptivo visual.

La peripecia que sirve de hilo conductor es siempre lo de menos. Aquí, es un viaje de tres individuos —aunque no haya verdadera individualidad, de algún modo los tenemos que llamar— en busca de un cuarto, del que sacan de su descanso para regresar a un lugar desconocido para nosotros. Pero lo que aquí importa es todo lo demás: el paisaje, el juego de líneas y formas que mediante la yuxtaposición de líneas de movimiento, onomatopeyas y objetos logra Yokoyama. Es un entramado de fuerzas entrecruzadas, con el que logra una representación del dinamismo alucinada, geométrica y vectorial, y decididamente antinatural.

Hay espacio incluso para el juego de espejos: en un momento dado, un estallido de acción bélica que parece romper el recorrido de los tres seres inhumanos resulta ser la televisión a todo volumen del local en el que entran. No deja de ser un rasgo más de la ironía siempre presente en un autor que trabaja sin subrayar la importancia de lo que hace, sin un discurso intelectual articulado y manifiesto. Yokoyama se divierte, y explora un terreno que él mismo está creando, en una búsqueda de final incierto.