Cuadernos japoneses (Igort)

cuadernos japonesse port

Cuadernos japoneses (Igort). Salamandra Graphic, 2016. Rústica con solapas. 184 págs. Color. 25 €

Tras Cuadernos ucranianos (Sins Entido, 2011) y Cuadernos rusos (Salamandra Graphic, 2014), la nueva obra de Igort me ha sorprendido mucho. Cuadernos japoneses, editado por Salamandra Graphic, tiene poco en común con los dos títulos anteriores, más allá del título.

Si aquellos libros eran ejemplos de buenos reportajes periodísticos desarrollados con el lenguaje del cómic, Cuadernos japoneses va un paso más allá y mezcla memoria personal, relato histórico, investigación y ensayo. Suena más pretencioso de lo que en realidad es. De hecho, si hay una palabra para definir el libro, ésta es «sencillez».

En conjunto, Cuadernos japoneses tiene una cualidad orgánica que hace que la mezcla de textos, fotografías, cómics e ilustraciones sea muy armónica. Nada chirría porque el tono del libro es contemplativo y sin tensiones, incluso hasta llegar a ser un tanto indolente, tal vez autocomplaciente, acrítico; no se quiere llegar a ningún sitio, no hay una tesis que demostrar. Es una memoria personal que hilvana pequeñas y grandes reflexiones. Es, quizá, un tono muy japonés, que dota al contenido del libro de la paz de algunas obras de Jiro Taniguchi —quien aparece en las primeras páginas de este volumen—, y que funciona como una inmersión en otra cultura, que esquiva muchos de los lugares comunes de los clásicos relatos de occidental en tierra extraña: apenas hay conflictos culturales, todo lo más, una desavenencia con un editor.

Y esto es así porque Igort es un enamorado de Japón. Para él, trabajar allí durante varios años fue como encontrar un verdadero hogar. Manifiesta en las páginas del libro que allí fue totalmente feliz, aunque tuviera que matarse a trabajar para la industria del manga. El autor fue una rara avis: un dibujante italiano que logró trabajar para una editorial japonesa, con una serie, «Yuri», que cosechó cierto éxito y fue objeto de múltiple merchandising.

Por supuesto, todo eso está en Cuadernos japoneses. Las conversaciones sobre la profesión, la aparición de maestros del manga con los que Igort trabó amistad, las relaciones con los editores… Pero si este cómic me ha gustado tanto como lo ha hecho no ha sido solamente por su retrato de una industria que, al fin y al cabo, ya ha sido muchas veces retratada con minuciosidad, sino porque su alcance va más allá y consigue mostrar la idiosincrasia de un país y su sociedad a retazos, con estampas imbricadas con una engañosa sencillez. Aunque pueda no parecerlo, creo que se trata de un trabajo que entraña una complejidad mayor que los dos anteriores Cuadernos, donde el tema y el tono ponían a lector sobre aviso y lo predisponían a una lectura densa, fruto de una investigación periodística.

cuadernos japoneses int

En este caso, la materia es incluso más amplia, pero Igort sabe mostrarla sin darse aires. Y no es que no sea un dibujante excelente, desde luego: ya lo había demostrado en otras obras, pero la labor de reinterpretación que realiza aquí de la obra de cineastas, ilustradores y dibujantes de manga es soberbia. No imita exactamente su estilo, sino que lo replica desde su propia personalidad artística. A través de esos dibujos y de sus textos —que en varias ocasiones se adueñan de todo el protagonismo— reflexiona en profundidad sobre la naturaleza del arte, el carácter japonés y su historia. Por las páginas de Cuadernos japoneses pasan Hokusai, Tsuge, Miyazaki, Soseki, Mishima… La mirada de Igort es transversal y no distingue entre alta y baja cultura: puede hablar de la misma pasión de un mito nacional como Hokusai o de un oscuro director de serie B.

El estado mental en el que nos sitúa con su estilo limpio y su narración pausada, contemplativa —en la que la naturaleza y lo arcaico juegan un papel esencial como elementos inmutables, eternos—, relaja nuestro juicio: por eso le permitimos a Igort derivas temáticas que en obras como Cuadernos rusos no le habríamos tolerado, porque en ésta existía una voluntad de denuncia que demandaba un acercamiento riguroso y una tesis bien desarrollada. En Cuadernos japoneses, en cambio, podemos pasar de un tema a otro sin justificacion, más allá de la deriva del pensamiento del propio autor, o a través de lo gráfico: una ilustración a toda página puede servir como hiato entre dos temas o hilos del pensamiento de Igort. A veces, se insertan historias más o menos cerradas, como la de Abe Sada.

Pero funciona, sin embargo. Como conjunto de estampas artísticas o históricas, donde el trauma de la segunda guerra mundial y la rapidísima occidentalización se manifiestan como hechos claves del sentir del país, y en las que se pone de manifiesto el contraste violento entre tradición y modernidad. Estas cuestiones funcionan más bien como telón de fondo o contexto de todo lo que se cuenta, que tiene siempre un carácter autobiográfico, y por tanto abiertamente subjetivo. También cuando está contando el genocidio del pueblo checheno lo hace desde su punta de vista, por supuesto, pero en ese caso existe un compromiso de rigor hacia los hechos que aquí se difumina. Es su experiencia personal, filtrada por una sensibilidad que asimila la mirada japonesa, con todo lo que eso conlleva: color, cadencia, línea, planos…

De la trilogía de Cuadernos, sin duda los japoneses han sido mis favoritos. Una obra que merece un calificativo con frecuencia vaciado de significado a base de aplicarlo a todo: «bello». Sus páginas son puras, equilibradas y bellas. Una belleza íntima, la que se encuentra en un parque a primera hora de la mañana, en soledad, o en las páginas de un viejo manga ajado por el paso del tiempo. Con su mirada apasionada —pero sosegada al mismo tiempo— Igort descubre un país y una cultura contradictorias —¿como todas?— donde la mayor parte de los occidentales dirigen una mirada alienígena que se fija sólo en lo friki.