La favorita (Matthias Lehmann)

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La favorita (Matthias Lehmann). La Cúpula, 2016. Rústica. 17×24 cm. 164 págs. Blanco y negro. 15,50 € 

En todo momento, aquello que se narra en La favorita se asemeja a una historia real. Solo le falta, para confirmarlo, la inclusión, en las últimas páginas, del correspondiente apéndice en el que se expliquen los detalles de cómo Matthias Lehmann tropezó con aquel relato. Tal vez lo leyó en un periódico, o se lo contó un familiar, o incluso era una especie de leyenda que corría por su pueblo. A ese clima de autenticidad se suma también cierto desconcierto, ante la imposibilidad inicial de ubicarlo cronológicamente, al menos, claro, hasta que las pistas se hacen más evidentes (tanto como la de incluir la fecha). Y así va avanzando el cuento, cada vez más tenso y claustrofóbico, hasta que repentinamente estalla con una sorpresa mayúscula que podría confirmar la peregrina hipótesis de veracidad. Cuanto más increíble, más genuino. Sin embargo, no es así, al parecer el argumento, os lo adelanto, es totalmente inventado. ¿Supone eso una rémora o algún tipo de demérito? En absoluto, esa indefinición, esa ambigüedad, puede que no diseñada, sino generada de forma espontánea, dota a dicha historieta, si es posible, de mayor virtud.

El guión está perfectamente construido en base a un sólido desarrollo y un envidiable afán narrativo, ayudándose, todo hay que decirlo, de algún que otro truco (la oración que abre el cómic es un ejemplo). Es evidente en este capítulo la influencia literaria. Y vienen a la mente algunos de los textos más reconocibles de Henry James, del que ahora nos acordamos porque se acaban de cumplir los cien años de su fallecimiento. Pero no sólo por la oscuridad y la opresión de los decorados, por esos escenarios victorianos tan cercanos a Otra vuelta de tuerca, sino más bien por el antagonismo entre lo viejo y lo nuevo, por la contraposición entre un mundo arcaico, corrompido y anquilosado, y uno moderno, con sus costumbres recién estrenadas. Se puede rastrear asimismo el espíritu de los grandes títulos de E. M. Forster (curiosamente los dos escritores nombrados son, respectivamente, estadounidense e inglés, cuando el cómic en cuestión se desarrolla en la Francia de las décadas de los 60 y 70, antes del giro de timón que supuso la victoria electoral de François Mitterrand en 1981), en los que denunciaba la hipocresía de las clases altas, la incapacidad de los privilegiados de adaptarse a los cambios, la represión de cualquier deseo sexual. Las apariencias y los convencionalismos sociales, la distancia entre la vida rural y el cosmopolitismo de las grandes ciudades o las desigualdades económicas, son ideas clave que se plantean aquí de manera sutil, enriqueciendo el conjunto.

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Llega un punto, en la segunda mitad del libro, que se interrumpe la línea del discurso –cambiando incluso el narrador en primera persona por otro omnisciente – para introducir algo así como una breve biografía novelada de algunos de los protagonistas. Hasta ese instante los personajes habían estado bosquejados a partir de sus acciones y sus diálogos, sabíamos de ellos ya suficiente para entender su forma de actuar. No obstante, la información extra no sobra, llega en el momento perfecto para aclarar ciertas cuestiones sin sabotear nunca la agudeza de lo que había aportado antes con herramientas menos elocuentes. Ese cambio de tono supone un inciso calculado y eficaz que no desequilibra ni desmejora, demostrando la habilidad de Lehmann para completar el cómic sin traicionarse a sí mismo. Pero, aún incorporando todos esos atributos, su principal cualidad, es su bis, no cómica, sino intrascendente, no amable, sino cotidiana. Lehmann renuncia a cargar las tintas sobre la tragedia, se priva de convertir el argumento en una telenovela, y opta por una visión más mundana, con lo que consigue que la historieta resulte finalmente más espeluznante, logra crear mayor desasosiego, imprimir una huella más profunda. Es un dramón de cuidado, al que con acierto se le aligera a base de recursos limpios, y el dibujo es un punto en este sentido. Posee una envidiable versatilidad para trastear con la gestualidad y los ademanes, para moverse entre registros dispares, y para montar sus páginas sin esquemas fijos, según las necesidades (las diecisiete primeras páginas que adelanta La Cúpula en la ficha del tebeo en su web, son el ejemplo perfecto). Apoyado en un eficaz blanco y negro, echando mano de vez en cuando de la ilustración de corte más clásico, demuestra una enorme capacidad de adaptación a los giros del guión.

Por momentos Lehmann parece extraviarse un poco, como si desconectara de sus intenciones iniciales, recuperando más adelante la senda perdida. Ese detalle no afecta en lo más mínimo a la coherencia de la obra, gracias, entre otras cosas, a la acertadísima contextualización, lo que vendría a ser, para aclararnos, la creación de ambientes. Todo está en su sitio: la alta sociedad venida a menos, la relación con los emigrantes del sur de Europa, el carisma entre las clases pudientes del presidente Giscard d’Estaing, la construcción de los primeros centros comerciales, o ese guiño a los lectores habituales de tebeos, con el ejemplar de Pif Gadget perdido en el jardín, y que le sirve de excusa para llevar a cabo un divertido juego metalingüístico con Les enquêtes de Ludo de Marc Moallic, una serie de detectives que se basaba en los mismos principios que la divertidísima Los casos del Inspector O’Jal de Vázquez, que curiosamente debutó en DDT un año antes.