Intrusos (Adrian Tomine)

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Intrusos (Adrian Tomine). Sapristi, 2016. Cartoné. 128 págs. Color. 21,90€

Conocí el trabajo de Adrian Tomine hace más de quince años, cuando La Factoría de Ideas comenzó  publicar lo que entonces parecía la segunda ola del cómic indie: Seth, Joe Matt, Eddie Campbell, Jason Lutes… Daba igual que algunos de ellos llevaran casi tanto tiempo en el medio como Daniel Clowes o Peter Bagge: para el mercado español eran nuevos. Tomine fue entonces uno de mis favoritos. Sonámbulo y otras historias recopiló relatos cortos aparecidos en Optic Nerve, el comic book que Tomine realizaba, a la manera del Eight Ball de Clowes o el PalookaVille de Seth. Rubia de verano se convirtió en un clásico de los noventa, pero, en mi memoria como lector, la huella imborrable me la dejó «Glaseado de fresa», una pequeña historia de violencia primaria y sin sentido que me impactó como pocas cosas lo han hecho.

Por eso cuando algunas personas menosprecian el trabajo de Tomine por blando, autocomplaciente o sentimental, yo sonrío en silencio: sé de lo que es capaz. Otra cosa es que no siempre lo demuestre, y que el grueso de su trabajo se haya orientado a historias de amor entre jóvenes urbanitas, en las que la sutileza y las elipsis evitan el melodrama. Tomine se mueve mucho mejor en los recorridos cortos, donde puede manejar los mecanismos del relato breve y generar personajes atrayentes con cuatro brochazos. Su historia larga, Shortcomings, de hecho me decepcionó en su momento porque todo lo que hacía especial su tono dramático desaparecía y lo que quedaba era una historia sin riesgos, fría, con personajes que nunca me llegaron a interesar.

Tal vez por eso —seguro que por eso— tenía muchas ganas de leer lo nuevo de Tomine, al que pese al resbalón seguí considerando una figura clave de la novela gráfica. Paradójicamente, ha persistido en el formato de comic book para publicar su Optic Nerve, de cuyos últimos números —del 12 al 13— provienen las historias incluidas en Intrusos, el libro que acaba de publicar, con excelente gusto, Sapristi. Es una edición muy cuidada, que respeta la rotulación de Tomine y dota de una entidad diferente a estas historias cortas publicadas previamente en cuadernillos. El Tomine que encontramos aquí ha dado un salto cualitativo en su dibujo: se ha depurado, ha procesado sus influencias y seguido la senda abierta por Chris Ware hacia la recuperación de formas y estilos del pasado del cómic, que son reubicadas en el contexto del cómic adulto. Si algo puede objetársele a Tomine es que tiene demasiado respeto por sus maestros: los homenajes son sentidos y transparentes, y nunca retuerce las citas. Son justamente lo que son. Los cambios de estilo que ensaya en las historias contenidas en Intrusos son parte de esa estrategia deliberada. «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”» presenta una estructura de páginas de prensa, con su sunday a color, incluso, y su protagonista recuerda incluso físicamente al Wilson de Clowes. Su tono de farsa se mantiene siempre en un nivel más amable que el de Wilson —con un poso oscuro ineludible—, pero el retrato de artista frustrado sin verdadero talento —y las consecuencias en su entorno familiar— es certero.

Tomine ha madurado, decía. También como persona. Ahora en sus historias hay espacio para relatos de la edad madura, de padres y madres de familia. Donde antes las tensiones se localizaban principalmente en parejas jóvenes, ahora la familia se ha convertido en un interés central para Tomine, como lo es, por supuesto, para Ware. «Triunfo y tragedia», quizá la mejor pieza del libro, presenta una plantilla uniforme de pequeñas viñetas en las que se despliegan dos tramas paralelas: el intento de una adolescente insegura por dedicarse a la comedia, una carrera incierta, como su propio talento —y que apunta a los mismos temas que «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”» pero en un tono dramático—, y la relación con sus progenitores, especialmente con el padre. Tomine dibuja aquí con precisión, sólo lo mínimo imprescindible, pero es capaz de sacarse de la manga un par de recursos narrativos brillantes.

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«Amber Sweet» nos recuerda al Tomine primerizo, con una historia de jóvenes en primera persona. Es una historia perfecta, aunque sea de las menos sorprendentes porque recorre un camino ya trillado por el mismo autor. La desazón vital de una chica cuyas relaciones sociales y de pareja se ven marcadas por su asombroso parecido con una actriz porno se enmarca en el escenario de la incomunicación y las mentiras cotidianas, con un estilo narrativo que, como señaló Santiago García, recuerda a los cómics románticos de los años 60, pero también, al menos en cuanto al trazo, a una fusión de la síntesis de Ware y la línea cerrada de Jaime Hernandez. El final, como en aquellas historias de Sonámbulo, es magnífico.

Y es que Tomine tiene la rara habilidad de saber el momento exacto para cerrar una historia de un modo impecable, negándonos la sensación tranquilizadora de la clausura pero, al mismo tiempo, dando el final que necesita la historia, más abierto o más cerrado según el caso. La vida sigue siempre, de un modo u otro. El final de «Vamos, Búhos» también es de antología, y eso que Tomine se la juega, porque arriesga mucho al introducir un recurso argumental de última hora para rematar una historia de pareja muy oscura —quizá la más oscura del libro—, desde el momento en el que se conocen sus miembros hasta que se separan. Maltrato físico y psicológico mediante, el retrato de ambos es desolador: él un monstruo cotidiano, sin grandes muestras de violencia, porque son los comportamientos más pequeños aquellos que muchas veces albergan el maltrato, y ella una mujer rota que sólo cuando un contecimiento externo le pone en bandeja la libertad es capaz de atraparla.

Quedan aún dos historias, las más obviamente inspiradas en otros artistas. Decía antes que Tomine se toma muy en serio sus homenajes, y es asombroso comprobar cómo es capaz de mimetizar el estilo más realista de Ware y lograr resultados impresionantes en «Traducido del japonés», una historia breve en la que la mirada del autor se centra en los objetos antes que en los personajes. La línea finísima traza un mundo limpio y frío, con la misma precisión con la que Ware es capaz de dibujar objetos cotidianos y gadgets tecnológicos. La historia, no obstante, es puro Tomine en tono y discurso. También en el tema: una pareja rota, pero esta vez con hijo mediante.

«Intrusos» es la historia que cierra el libro. Está dedicada a Yoshihiro Tatsumi, otro maestro de la historia corta que es a su vez maestro de Tomine —que ha sido el responsable de la edición de su trabajo por parte de Drawn & Quaterly—. Se trata de una historia negra y amoral muy en la línea del gekiga, donde un tipo turbio comienza a entrar en su antigua casa cundo está vacía, de forma obsesiva. La narración en primera persona, casi prescriptiva, introduce un punto de vista totalmente subjetivo que nunca abandonamos: todo lo percibimos a través de este tipo extraño y violento. El dibujo en este caso es muy suelto, aunque tiene cierta frialdad, cierto aire de ejercicio de estilo que evita que se perciba como verdaderamente espontáneo.

Intrusos tiene una rara cualidad: consigue tener un peso emocional muy claro y sincero en historias concebidas con un aparato formal muy intelectual, donde las influencias se subrayan. Eso no evita que Tomine alcance cotas muy altas, lejos ya de la sorpresa de su juventud, pero asentado como uno de los autores más habilidosos en la construcción de personajes y en su exploración psicológica. Golpea con precisión en lo más íntimo. La soledad y el amor, como dos caras de la misma moneda, son sus grandes temas. Adrian Tomine es grande, y si no lo es más es porque él mismo se sitúa por debajo de sus maestros, a los que rinde sincero homenaje con toda su obra.