La Reina Orquídea (Borja González)

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La Reina Orquídea (Borja González). El verano del cohete, 2016. Rústica con solapas. 80 págs. Color. 17,50 €

El Verano del Cohete es una pequeña editorial extremeña que escoge y mima sus proyectos: dos señas de identidad que son comunes a otras editorales de perfil similar, y que son las que les están permitiendo competir en un mercado reducido pero especializado, en el que propuestas muy alejadas de lo comercial pueden encontrar su público concreto, que puede no ser masivo, pero también merece ver saciada su demanda. En el caso de El Verano del Cohete, hablamos de cómics con un fuerte componente artístico, incluso pictórico, algunos de los cuales incluso se mueven en el terreno difuso que separa el relato ilustrado del cómic.

No es el caso de La Reina Orquídea, un cómic de Borja González, editor del sello junto a Mayte Alvarado. La figura del editor que también es autor es cada vez más común en el cómic de vanguardia, quizá debido al desinterés de los editores en determinadas propuestas. En este caso, en realidad no hablamos de una obra especialmente rupturista, aunque su grafismo sí está muy alejado de cánones.

En La Reina Orquídea se cuenta un cuento con tintes clásicos, aunque la puesta en escena nos sitúe en una autoconsciencia posmoderna: Matilde y Teresa son dos amigas que pasan el verano en un castillo, vestidas de época, aunque hablan como dos adolescentes actuales, y uno de sus pasatiempos preferidos es leer cómics americanos. La confusión y la mezcla de elementos aparentemente incompatibles logra situar el foco sobre lo importante: que estamos ante un relato de rito de paso, y los detalles no importan demasiado. Es una historia arquetípica que se ha contado antes, y se contará después. Dos amigas que empiezan a tontear con chicas, que saben que el verano que viene no volverá a ser igual porque algo que todavía no terminan de identificar cambiará dentro de ellas. Imposible no pensar en Aquel verano (La Cúpula, 2014) de Jillian y Mariko Tamaki, aunque, como digo, es una historia básica.

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La magia, siempre presente, es la que añade color y sorpresa al libro. Hay cierto misterio, provocado por la falta de información, pero también por la ausencia de otros personajes. Los elementos sobrenaturales son muy sutiles y en tanto que todo lo vemos filtrado por los ojos de las dos protagonistas, no podemos saber si son reales. Pero, por supuesto, eso no importa, como tampoco importa que la resolución, ese fin de la infancia anunciado casi desde las primeras páginas, se cuente en clave simbólica o sea literal. Que Teresa y Matilde tengan personalidades tan marcadas pero no tengan rostros genera un efecto ambivalente: estamos cerca y lejos de ellas a la vez. Es un recurso que recuerda a Bastién Vives, en cuyo dibujo parece haber cierta influencia para González. No sé si es así o no, pero, al menos, creo que hay ciertas conexiones entre los estudios de movimiento del francés y la flexibilidad y precisión con las que se mueven los personajes de González, aunque su trazo sea más cerrado, más cercano a la línea clara. Sin embargo, su mayor mérito es un hallazgo propio: la dualidad que consigue entre el esquematismo del dibujo y su representación de los detalles. De nuevo, dos aspectos que parecen incompatibles y que González armoniza con naturalidad. Los paisajes naturales tanto como las estancias interiores están contorneados con sus líneas principales, pero hay al mismo tiempo una meticulosidad muy bien aplicada que se afana en dibujar cada ornamento de un marco de cuadro, o que perfila una flor o una hoja de árbol. Las texturas planas se ven así enriquecidas con líneas orgánicas bien escogidas, que recrean un paraje que nos parece natural pero que no es naturalista. Es un recurso que enalza la paleta de colores primarios —con más o menos saturación— que, combinados con el negro, permiten también una efectiva representación de las luces y las sombras absolutas, como las de un cómic de Mike Mignola. Ambas cosas, línea y color, son esenciales para entender por qué González puede trasladarnos entre una viñeta y otra de un jardín exuberante al espacio exterior: estamos siempre en un no lugar, en un lugar dibujado, y el dibujo permite ciertas libertades que los lectores comprenden porque comparten su código.

La Reina Orquídea consigue así ser clásico —su puesta en escena, su bidimensionalidad teatral, sus temas— y moderno a la vez —estéticamente se inserta en las corrientes más vanguardistas—. Su dibujo preciosista es un goce que no aparta nunca del todo la atención sobre una historia oscura, con un final a base de viñetas página de ritmo intenso y clímax perturbador. El mismo autor, por cierto, ha dibujado un pequeño cuaderno con ilustraciones que parecen ambientadas en el mismo mundo: Panorama esperanzador.