Devorar la tierra (Osamu Tezuka)

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Devorar la tierra (Osamu Tezuka). ECC, 2015. Rústica. 520 págs. B/N. 27 €

Necesitaríamos un par de vidas enteras para leer todos los mangas que dibujó Osamu Tezuka y disfrutarlos como merecen. Aunque en España ni siquiera teníamos hasta hace unos años la posibilidad de leer una mínima parte, y dice mucho de cómo ha cambiado el mercado que ahora, a través del formato del libro, sí estemos disfrutando de muchas de sus series de los primeros setenta. De hecho, no hace tanto que hubo intentos de publicación en formatos más típicamente asociados al manga, que pasaron muy desapercibidos. Parece que el público actual, acostumbrado ya a la novela gráfica, prefiere adquirir estas obras filtradas por la sensibilidad contemporánea, y tiene sentido: las historias de Tezuka de este periodo fueron concebidas como historias cerradas, como grandes novelas decimonónicas, y su deliberado calado psicológico y social tienen mucho que ver con la novela.

Devorar la tierra es la última de estas series que ha visto la luz, publicada por ECC —que, junto a Astiberri, se está encargando de dar a conocer todo este periodo de la producción de Tezuka—. Apareción originalmente en 1968, así que es, de todas las publicadas hasta el momento, la más antigua. Tal vez sea la primera obra de la etapa adulta de Tezuka de cierta envergadura y, como es lógico, es en la que más se nota que está en una fase de transición. Muy pronto dominará por completo el tono, tanto gráfico como dramático, en el que se siente más cómodo para desarrollar sus grandes historias río. Sólo dos años más tarde será capaz de alumbrar una obra tan madura y redonda como El libro de los insectos humanos (Astiberri, 2013). Pero incluso en una obra de búsqueda como Devorar la tierra su trabajo ya es original y profundamente personal, porque aunque Tezuka se esté sumando a una corriente como el gekiga, lo hace en sus propios términos, sin renunciar a la aventura y al humor.

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Devorar la tierra ya incluye todos los temas que van a caracterizar la obra adulta de Osamu Tezuka: la sociedad corrompida, el odio, el amor y la muerte. Y por supuesto, el ecologismo, aunque en menor medida que en otras, y una crítica humanista hacia el capitalismo y la sociedad de su tiempo, incapaz de aprender de las heridas recientes —que en Japón estaban aún sin cerrar, por motivos evidentes—. Es, junto a Shigeru Mizuki, el mejor cronista de su tiempo. Mizuki lo hace desde el costumbrismo teñido de terror y magia; Tezuka mediante el relato de ficción. Su dramatismo, a menudo rozando el melodrama, presenta el mundo como un teatro en el que el protagonismo es tanto coral como individual. Todas las clases sociales y varias nacionalidades están siempre presentes, pero al mismo tiempo hay un (anti) héroe, un personaje normalmente masculino que se enfrenta a la corrupción de un mundo demasiado cínico ya. En Devorar la tierra este papel lo asume Gohonmatsu Seki, un joven al que no le afectan los embrujos de las mujeres porque su único amor es el alcohol que ingiere constantente, y que le proporciona una fuerza descomunal, un poco a la manera de Popeye y su gallina mágica. Hay todavía en Tezuka cierta misoginia, normal en su época, al tratar a la mayoría de las mujeres invariablemente como bellezas que o bien son víctimas indefensas o bien son femme fatales. Sin embargo, ya se vislumbran ciertos matices que después, en otras obras, serán evidentes. Porque aunque es cierto que las villanas que quieren destruir la civilización son hermosas mujeres educadas en el odio a los hombres, el mal nunca es genético, sino que proviene de una afrenta, lo cual hace que ese mal sea compartido, social. Son monstruos creados por la humanidad los que quieren destruirla. Así, si en Alabaster (Astiberri, 2014) el villano era un hombre ngro que fue rechazado cruelmente por una mujer blanca, en Devorar la tierra son las descendientes de una mujer que sufrió la violencia y el engaño de su marido, quienes urden un plan para socavar los cimientos de la sociedad contemporánea: la imagen y el dinero.

El motor que hace que la trama arranque es el descubrimiento de un compuesto químico similar a la piel humana, que permitirá a cualquier persona cambiar su propio aspecto y, por supuesto, imitar la de los demás. La consecuencia es que resulta imposible detener a los criminales, porque no puede saberse si llevan máscara o no. El plan funciona demasiado bien, y es demasiado simple para ser verosímil —básicamente porque, en esencia, ocultar la cara con un pasamontañas mientras se comete un delito es igual de efectivo que ponerse una máscara—; funciona porque tiene que funcionar para que Tezuka cuente lo que quiere contar, que no es otra cosa que el fin del capitalismo. El siguiente paso tiene más sentido: las hermanas inundan el mercado con oro, de forma que éste deja de tener valor y la economía mundial se derrumba. A todo esto asiste Seki, sin enterarse de mucho, y sin poder hacer nada por evitarlo: más bien es como si su odisea personal se superpusiera a la trama de venganza, con la que se cruza sólo porque una de las hermanas, Milda, se enamora de él.

Sin embargo, como sucede a veces con este tipo de historias, Devorar la tierra funciona muy bien. Sobre todo porque, una vez superada la premisa original y entrado en la lógica de la historia, el ritmo es vertiginoso, y la acción se equilibra perfectamente con escenas más calmadas, donde los personajes pueden crecer y hacerse más complejos. Sin llegar a las altas cotas que alcanza en Oda a Kirihito (ECC, 2015) o El libro de los insectos humanos,  los personajes de este libro, al menos los principales, respiran. Otros apenas están esbozados, y no son sino estereotipos que Tezuka necesita en determinados momentos. Su naturaleza estrictamente mecánica está subrayada por el uso de una caricatura propia de sus obras infantiles, de donde también toma la representación de las peleas, de una violencia irreal, de cartoon, que contrasta con las muertes reales a balazos o las torturas que sufre Seki. Otros personajes se emplean para introducir historias secundarias, no tan bien urdidas como en otras ocasiones, sino más bien ejemplos de la decadencia del mundo.

Pero ya decía que la historia funciona, y engancha. Porque el ritmo visual que impone Tezuka es tan vertiginoso como siempre. Puede que argumental y estéticamente aún esté buscando el punto adecuado, pero la narración ya no tenía secretos para él. La acción es plástica, y las persecuciones son totalmente dinámicas. En las viñetas de Tezuka casi podemos sentir un verdadero movimiento, porque no es sólo que sus figuras sean ágiles y las líneas simulen bien la cinética; la propia forma de las viñetas y la composición de página están al servicio del movimiento. Es así, por citar uno de los ejemplos más espectaculares, en la primera pelea que se muestra, en las páginas 49 a 52. Pero también hay momentos de un simbolismo lírico sobresaliente, especialmente en la representación del sexo. E incluso haya una forma de contar algo tan visualmente aburrido —a priori— como una conversación de cama de un modo inédito y sorprendente: centrando la mirada sólo en los brazos entrelazados de la pareja, cuyo lenguaje no verbal revela más que los bocadillos de texto (pp. 114-115).

Es fruto de una ambición artística sin la que no puede entenderse la obra de Tezuka. Instalado en un lugar privilegiado, podría haber seguido siendo el amo del manga infantil. Pero no pudo evitar demostrarse a sí mismo —y a los demás— que podía competir en cualquier campo, y hacerlo bien. Hacerlo como el mejor.