La casa (Paco Roca)

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La casa (Paco Roca). Cartoné apaisado. 136 págs. Color. 16 €

Mi escena favorita de El invierno del dibujante (Astiberri, 2010) es aquella en la que, en el quicio de una puerta, se cruzan Escobar y Víctor Mora e intercambian, casi furtivamente, impresiones sobre la dictadura y la esperanza de un futuro sin ella. En esa escena creo que se concentra la clave de buena parte de la obra de Paco Roca. Como indica Pepo Pérez en su interesante crítica —a la que volveré más de una vez durante la mía—, la memoria es el gran tema de Roca, en todas sus formas: la personal y la colectiva, la memoria robada, la memoria de los perdedores.

Me resulta muy interesante cómo el propio autor se ha ido implicando en ese gran tema, como si lo hiciera venciendo reparos. Primero, lo trató en sus obras más tempranas, desde códigos de ficción, bien establecidos en el cómic comercial. Arrugas (Astiberri, 2007) también fue una ficción, como Las calles de arena (Astiberri, 2009). Y no creo que sea casual que en las obras donde Roca se sitúa como protagonista directo el registro sea humorístico, como para moderar su exposición mediante la exageración propia de la caricatura. En Los surcos del azar (Astiberri, 2014), su aparición es un recurso narrativo, donde no se exponen vivencias reales de Roca. No sé si se debe al proverbial pudor hispano, o al peso de la tradición del medio en el que se expresa, pero ahora, en La casa, donde por fin aborda su memoria personal y familiar, recurre a otro recurso para enmascarar esa memoria, y pasarla por el filtro de la autoficción.

No pone menos de sí mismo en su obra por optar por este camino, desde luego. De hecho, a menudo este tipo de obras revela más sobre el autor, porque permite un tipo de confidencia que, directamente, presentando a los protagonistas reales, no sería nada fácil. Siempre me he preguntado cómo afectó a las relaciones familiares de David B. la realización de La ascensión del Gran Mal, por ejemplo. En cualquier caso, mediante la proyección de sí mismo en el hijo escritor de un anciano recientemente fallecido, Roca habla de su padre, con el que aparece en una fotografía en la última página del libro, un recurso ya institucionalizado en el cómic adulto de no ficción.

Destaca Pepo Pérez en su texto que «Paco se ha ido mo­viendo desde la concepción clásica de tiras regulares y viñetas como ventanas invisibles a un “mundo completo” en el que transcurre la diégesis narrativa, un sistema hegemónico en el cómic tradicional de la segunda mitad del siglo XX según el modelo de influencia cinema­tográfica de Milton Caniff». Se trata de un modelo que invisibiliza el medio a favor de la historia. Pero como indica Pérez, las nuevas temáticas requieren de nuevas herramientas narrativas, y en los últimos años han ido apareciendo recursos para expresar cuestiones hasta ahora inéditas en el cómic. Y, en esta tesitura, habrá una diferencia entre las obras que aprovechen los hallazgos de otros sin más elaboración —algo lícito, necesario y saludable; la rueda no se puede inventar todos los días— y las que aporten un nuevo uso, un nuevo punto de vista. Será la diferencia entre los autores que abran caminos y los que simplemente los recorran. Roca, en ese sentido, dio un salto cualitativo definitivo con Los surcos del azar. Pasó de ser un buen autor, un excelente dibujante con buenas ideas que siempre daba un nivel mínimo más que notable, a uno en el cúlmen de sus aptitudes. No es casual que ese salto vaya acompañado de una ambición, porque, al contrario de lo que muchos creen, ser ambicioso no es malo, y un artista sin su punto de arrogancia será siempre un conformista. Roca escogió un tema complicado, por la falta de fuentes, por las implicaciones políticas y por las dificultades narrativas que planteaba. Y, además, apartó su clásica extensión de ciento y pico páginas y le dio al proyecto el espacio que necesitaba.

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Pero, después de una obra como ésa, ¿qué puede hacerse? El síndrome Maus siempre acecha, aunque creo que es mucho más peligroso cuando has contado tu propia historia personal. David B. resolvió ese problema suemrgiéndose en los terrenos de sus propios mitos, en una ficción que recurría a su biografía pero ya no la abordaba como materia central. Marjane Satrapi no parece ya muy dispuesta a dibujar un nuevo cómic una vez que ha contado aquello que quería contar sobre su pasado y su familia. Y estamos aún esperando lo qué va a hacer Alison Bechdel tras las dos novelas gráficas familiares que ha realizado en los último años.

Roca, autor muy inteligente, tras abordar un gran tema se ha enfrascado en uno engañosamente pequeño; ha abordado su propia memoria en una obra que regresa a una extensión modesta, pero al contrario de lo que sucedía con El invierno del dibujante, donde me daba la impresión de que lo narrado pedía más páginas, aquí todo tiene justo el espacio que necesita. Roca perfila a los personajes con maestría, y lo hace como debe hacerse en el cómic: a través de la acción, el diálogo y el propio dibujo. No hay textos de apoyo en La casa. Las herramientas gráficas, como decía antes, son ya muy sofisticadas. Pérez señala, por ejemplo, el excelente uso del color: es una forma de marcar los cambios temporales, en dos secuencias entrelazadas que suceden en el mismo lugar, sutil y única, específica del cómic. Los diagramas que emplea en momentos muy concretos, suelen ser bastante orgánicos, hasta el punto de emplear la higuera —símbolo de gran importancia en la historia— para construir un árbol genealógico que, como sucede a veces en la obra de Chris Ware, puede leerse en dos sentidos diferentes (p. 31).

Pero si por algo destaca La casa, en definitiva, es por su capacidad de evocación, una capacidad que Roca consigue a través de lo gráfico, fundamentalmente. Su trazo se suelta, se vuelve más impreciso. El dibujante parece liberado de la necesidad de cerrar el dibujo, de hacerlo amable y cartoon, que impone cierto tipo de BD comercial, y que aún se evidencia en Arrugas y Las calles de arena. Su evolución ha sido progresiva, y cada libro ha supuesto un paso. También, por supuesto, sucede que cada obra demanda un tono, y La casa, una historia intimista e íntima, requería la cercanía del dibujo poco definido. Al margen de eso, Roca domina el entorno en el que sucede todo, esa casa que llena de recuerdos concretos: el naranjo, la higuera, la manguera, la pérgola improvisada… Consigue dotar de universalidad lo particular. No sabemos cuántos de esos símbolos le pertenecen y cuántos forman parte de la ficción, pero todos evocan algo en nosotros mismos. La memoria, los recuerdos, se vinculan siempre a lo tangible. Los objetos que nos rodean están cargados con nuestra historia —Pérez cita un texto de Perec que habla de «lo infraordinario»—. Aunque es interesante comprobar cómo la naranja que para Carla, la hermana menor, simboliza la infancia, le sabe mal a su hija pequeña Elena. Los tiempos cambian.

La casa de campo de la historia, la segunda vivienda, es un tropo de la memoria colectiva española, es un motivo universal, que todos los españoles podemos reconocer y en el que nos podemos proyectar, incluso aunque, como es mi caso, no tuviera nunca una mi familia. Y esto es porque Roca va más allá de lo concreto, y refleja unas relaciones familiares y unos usos sociales que son generacionales. Su padre —el padre de los tres hermanos protagonistas— es un hijo de la posguerra, uno de esos españoles que tuvo que matarse a trabajar y para el que poder construirse una casa en el campo, aunque fuera modesta, suponía el salto de estatus, el abandono de la clase baja proletaria. Sus tres hijos, al contrario que él, pudieron estudiar. Son parte de una generación —tres franjas de la misma generación, por ser más precisos— que no puede entender ciertas cosas de su padre: la sequedad en el trato —la sociedad franquista no estimulaba precisamente las muestras de cariño masculino—, el ahorro, el reciclarlo todo, el hacer las cosas uno mismo en lugar de pagar a un tercero. Ellos tienen sus vidas, y no les queda tiempo para una casa que se cae a pedazos. Pero, inevitablemente, eso genera un desgarro, un conflicto generacional que define las relaciones familiares. Lo sintió Roca y lo sienten muchas personas más, y por eso, más allá de la recuperación de la memoria —los tres hermanos hablan de su padre, recuerdan los momentos felices en la casa— hay una necesidad de hacer las paces con ella y entender el porqué de las cosas: por qué mi padre se rindió, por qué mi hermano no llamó desde el hospital, por qué a mi padre no pareció afectarle la muerte de mi madre. Esa reconciliación con el padre ausente, que pasa por duelo en algunas secuencias (pp. 96-116), se proyecta sobre la casa rural. Su conservación es, para alguno de los protagonistas, la conservación de la memoria. La idea inicial de venderla parece desecharse, y los tres acuerdan ocuparse de la casa, en memoria del padre. El hermano escritor ya apunta que no la necesitan para acordarse de él, pero necesitamos símbolos, aferrarnos a lo tangible para fijar esa memoria. Es una manera de reparar los últimos años, en los que ninguno de ellos —ninguno de nosotros, lectores— hemos ido a la casa de campo familiar, que, a estas alturas está claro, no es solamente un lugar físico, sino mental.

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Tal vez (no voy a tener cuidado aquí con los spoilers) el Paco Roca de hace unos años habría detenido aquí el relato: con sus tres personajes reconciliándose con su padre, volviendo simbólicamente a la infancia y asumiendo la responsabilidad de cuidar de la casa que lo fue la felicidad para su progenitor, como Las calles de arena termina con el protagonista quedándose a vivir para siempre en su País de las Maravillas particular. Pero el Roca maduro parece haber aprendido que el final feliz, en determinados relatos, siempre es inverosímil. Por eso es necesario el mazazo de realidad (p. 124) que nos golpea tras las buenas intenciones manifestadas durante la última cena. La casa es olvidada. Puesta en venta, sin que sepamos si será comprada. Y los símbolos de la memoria sólo son conservados por otro anciano que está igualmente solo, el último compañero real del padre fallecido, que se lleva, al menos, su higuera, la higuera que representó para él la felicidad pura. Es, parece decirnos Roca, todo a lo que podemos aspirar. Sin embargo, nunca carga las tintas contra los tres hijos, porque también sabe que cada cual debe vivir su propia vida, su propia historia, y el pasado, una vez en paz con él, sigue siendo el pasado.

Por último, resulta curioso darse cuenta de que, en el fondo, Roca es un clásico. No es un autor de cómic clásico, claro, porque la palabra «clásico» carga aquí con connotaciones muy concretas. Pero sí es un narrador que asume los grandes temas de la modernidad, y se inserta con naturalidad en las corrientes literarias desencantadas de la postransición. La familia, la memoria, el padre, son en suma temas muy explorados en la narrativa contemporánea, y si nos resultan aún novedosos en un cómic, es porque éste está aún reajustándose en el conjunto de las artes. De hecho, no han empezado apenas a aparecer estas grandes obras cuando ya se están superponiendo otras que niegan los grandes relatos y recurren a la vanguardia gráfica más rupturista para reflejar lo subconsciente, lo no verbal. El gran mérito de La casa está precisamente en cómo asume esa vanguardia y se vale de las armas de la historieta para abordar de un modo nuevo los temas de siempre. Es una obra de madurez, una madurez diferente a la mostrada en Los surcos del azar, más personal. No puedo evitar la sensación de que con ella ha entrado en una nueva etapa de plenitud, pero no puedo saberlo. No sabemos nada, no tenemos ni idea de qué obras acabarán dando autores como él, que se encuentran aún en plena forma, con toda su carrera por delante. ¿Dentro de cien años, será Roca recordado como «el autor de Arrugas», «el autor de Los surcos del azar», «el autor de La casa», o por una obra aún por venir? ¿Cuál será la memoria que del cómic actual construirán en el futuro? ¿Qué recordarán de nosotros cuando no estemos? Tal vez sea el tema perfecto para una próxima novela gráfica de Paco Roca.