Cruzando el bosque (Emily Carroll)

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Cruzando el bosque (Emily Carroll). Sapristi, 2015. Rústica con solapas. 17,7 x 22,8 cm. 208 págs. Color. 21,90 €

En el folklore el bosque no es sólo un espacio geográfico; es también un lugar de nuestra imaginación, el rincón de nuestro subconsciente al que no sabemos llegar. Es lo desconocido, lo que no podemos controlar ni aprehender con la razón. Es el Mal. A través de los cuentos de hadas podemos encerrar en narraciones ese Mal abstracto que no podemos más que intuir, y tras darle forma lo vencemos simbólicamente. En esas historias el miedo jugaba un papel esencial porque refuerza la enseñanza, el aprendizaje; el miedo a lo desconocido es un mecanismo de supervivencia.

En el mundo actual, en el que lo desconocido ocupa aparentemente una parcela más reducida, y en el que lo políticamente correcto ha limado las aristas oscuras de los cuentos clásicos hasta dejar poco menos que una puñado de canciones ñoñas y princesas Disney, cada vez es más difícil encontrar historias con ese sabor tradicional y verdadero que, al mismo tiempo, nos recuerden algo tan básico como que en la oscuridad acechan los monstruos.

Cruzando el bosque, de Emily Carroll, empieza precisamente con un prólogo que vincula oscuridad y mal. La colección de historia que lo siguen es, justamente, un viaje por el bosque, por nuestro subconsciente, por los miedos primigenios. El desconocido que se lleva a tu hermana, el monstruo que suplanta a tus seres queridos y que, si te descuidas, hará lo mismo contigo. Carroll confronta el aparente clasicismo de sus historias, salpicadas de Stephen King y Edward Allan Poe —pero siempre mirando al folklore básico—, con un grafismo potente e innovador —al que veo ecos de Marc Hempel o Kate Beaton—, que ofrece soluciones gráficas a eso tan complicado en el cómic que es dar miedo. Incluso maneja con soltura y buenos resultados el susto, algo difícil al controlar el lector el ritmo de lectura. El color, rotundo y plano, también juega un destacado papel: ese rojo sangre que se clava en los ojos, por ejemplo.

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La visión negra de la realidad no permite que el bien venza nunca: ésa es la gran diferencia con los cuentos de hadas. Tampoco hay demasiadas moralejas, tal vez solamente en «Mi amiga Janna»: no juegues con lo que no comprendes. El mundo es un lugar frío y el bosque, metafórico o no, sólo oculta peligros. Y monstruos de los que no se puede escapar para siempre.

Carroll —cuyo trabajo puede verse en su página web; ha publicado varios webcómics— conoce perfectamente los mecanismos del horror. Sabe cuándo debe mostrar al monstruo, cuándo dejar que la imaginación de los lectores completen el cuadro y cuándo dejar el final abierto. Sus narradores en primera persona funcionan bien para conseguir de inmediato la identificación, y además están bien diferenciados, con lo que puede darle a cada cuento un tono ligeramente diferente. No siempre consigue los mejores resultados, por supuesto, pero cuando acierta, en «Y la cara toda roja» o «El nido», es estremecedora. O en el epílogo, con un desalentador mensaje: el lobo, al final, siempre te encuentra.