Josep Coll. El observador perplejo (Josep Coll y otros)

COBERTA COLL

Josep Coll. El observador perplejo (Josep Coll y otros). Diminuta Editorial, 2015. Rústica con solapas. 24 x 32 cm. 176 págs. B/N. 24 €

Josep Coll es una de las figuras más interesantes y relevantes del tebeo español, pero al mismo tiempo fue un autor de carrera atípica, difícilmente clasificable y que, de hecho, seguramente ha quedado más oscurecido por el paso del tiempo que dibujantes de la escuela Bruguera como Vázquez e Ibáñez. Empezó a dibujar en publicaciones menores pero su talento lo llevó al TBO en menos de un año. Dejó su oficio de albañil hasta 1964, año en el que abandonó los tebeos y volvió al andamio durante casi veinte años, en los que los lectores siguieron contando puntualmente con sus viñetas, gracias a los abusos de la industria editorial de entonces, que fagocitó sin miramientos un material que no dudaban en modificar a placer. Tras ese hiato Coll se incorporó tarde al boom del cómic adulto de la transición, de la mano de Joan Navarro, que lo rescató para su Cairo. Poco después, en 1984, Coll se suicidó, tras sufrir una depresión.

Creo que cualquier reivindicación de su trabajo es poca, y por eso celebré la edición por parte de Diminuta Editorial de un libro de gran formato que recuperó muchas de las páginas de Coll, tal y como fueron entregadas por éste, antes de aplicárseles el color en el caso de las que lo tuvieron. Además, las acompaña de un extenso aparato crítico, algo que me parece esencial en cualquier recuperación de clásicos pero que no siempre se hace o se hace bien. Aquí, firmas tan solventes como las de Antoni Guiral o Jordi Riera sitúan a obra y autor en su contexto, mientras que otros, como Joan Navarro o Ramón de España, escriben textos más personales, que tratan de los últimos tiempos de Coll y su participación en Cairo. Por último, también se incluyen dos entrevistas publicadas en esa misma revista, una de ellas poco antes del suicidio del autor.

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Hay de todo, pero el nivel general de los textos es bueno, y aportan visiones múltiples y necesarias para entender mejor a esta figura. Aunque, por supuesto, el verdadero plato fuerte de Josep Coll. El observador perplejo sea el material del propio Coll. Está organizado temáticamente, pero sorprende la asombrosa unidad estilística que mantiene. Se trata de historias rápidas, anécdotas de alcance cotidiano, incluso cuando suceden en entornos lejanos, clásicos de los chistes —la isla desierta o la selva—, en las que demuestra una capacidad para el dibujo a tinta increíble, muy pulcro, cálido y al mismo tiempo perfecto, con trazos elegantísimos y un uso de la mancha magistral —un ejemplo muy revelador lo tenemos en la página 41—. El movimiento lo plasma con recursos sencillos pero resultados elásticos, muy plásticos. Su dominio del gag, que es en gran medida una cuestión de ritmo, es casi perfecto: sus chistes son mecanismos sin fisuras. Su humor es ácido sin ser negro e inocente sin ser blanco, y en ese territorio intermedio se mueve sin perder nunca la capacidad de sorprender, con una ilusión casi infantil, que se roza con el surrealismo con mucha naturalidad (págs. 45 y 55).

Coll nunca usó personajes fijos, lo cual dice ya mucho de su personalidad artística, porque en aquella época era el camino más fácil para alcanzar la popularidad entre los lectores y hacerse con espacios fijos en las publicaciones. Sin embargo sí empleó arquetipos muy presentes en la historia del humor gráfico: el naúfrago, el cazador, el negro antropófago, el vagabundo… Su querencia por los marginados, a veces enfrentados a figuras de autoridad, nos habla de un autor tal vez no especialmente combativo, pero en alguna medida ácrata en su fuero interno. Aunque pienso que su visión del mundo era más bien pesimista. Su obra nos habla muchas veces de la soledad y la marginación, y su humor se basa en la creación de expectativas permanentemente frustradas. Sus personajes superan a veces dificultades para descubrir que su meta era imposible de antemano por otro motivo, o aparece un nuevo imprevisto que da al traste con su objetivo. Eso cuando no descubren que aquello que más querían no era lo que necesitaban —esos naúfragos que se alegran al encontrar una isla pero descubren rápidamente, de viñeta a viñeta, elipsis mediante, que la isla es tan aburrida como su balsa (pág. 42)—. En aquella España triste, que no debajaba precisamente mucho espacio a los soñadores, las historietas de Coll parecen reflejar esa permanente frustración que sufrían quienes se veían constantemente vigilados por un régimen que condenaba a gran parte de la población a una vida gris. En esas circunstancias era imposible no empatizar con los pequeños personajes de Coll, abocados al fracaso y superados por los elementos. Tal vez por eso su lectura hoy siga siendo no sólo pertinente, sino necesaria.