Recuerdos del Imperio del Átomo (Thierry Smolderen y Alexandre Clérisse)

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Recuerdos del Imperio del Átomo (Thierry Smolderen y Alexandre Clérisse) Spaceman Books, 2015. Cartoné, 144 págs. Color, 28€

 Si echamos un ojo a cualquier programa de televisión, show, informativo, serie, etc. veremos cómo ha ido desapareciendo poco a poco un tipo de personaje: el que lee. Vemos a poca gente leyendo en televisión de fondo, en primer plano y cuando hay una feria del libro se habla de ventas y de los representantes públicos que la visitan, si bien estos se han desvinculado desde hace más de una década de todos los ámbitos de la cultura. La idea del lector creada a través de una lectura reposada a través de los años se ha perdido, la inmediatez del dato lo mata todo, y con ello otro tipo de lector: el quijotesco. Ese que es capaz de elucubrar mundos a partir de la lectura.

El universo recreado en Recuerdos del Imperio del Átomo de Thierry Smolderen y Alexandre Clérisse nace de esa fórmula, del lector que es capaz, aunque suene muy manido, de crear mundos en su mente, vivir en ellos y vivir en una bilocación constante para poder habitar a medio camino de ambos. Los protagonistas de esta obra son dos personajes diametralmente opuestos: por un lado esta Paul, un escritor de ciencia ficción que vive en constante contacto telepático con una civilización del futuro, por otro Gibbon Zeblub, un industrial y consultor del pentágono que quiere sacar provecho de la circunstancia de Paul.

No es muy difícil imaginarse a dos personajes más opuestos, y extrapolarlos a nuestros días, pero Smolderen sitúa la acción a principio de la década de los cincuenta en una Europa que apenas había salido de una guerra mundial y que despega en el uso de nuevas tecnología domésticas como no había sucedido nunca en la historia de la humanidad. Sin embargo se trata de un periodo puente ya que las aventuras de Paul y Gibbon se suceden desde 1926 a 1964, y luego 121.000 años en el futuro. Dar saltos a lo largo de cuatro décadas nos permite ver el desarrollo y la construcción de unos personajes no limitados a un periodo demasiado estrecho de tiempo, todo envuelto en un gran flashback.

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Como ya se ha dicho, Paul establece un puente telepático con una civilización futura de la que Gibbon querrá sacar un rendimiento económico y político, para ello sumergirá a una serie de científicos en una hipnosis colectiva que les hará pensar que viven en el futuro como  desarrollado a partir de las elucubraciones de Paul. Y eso nos lleva al otro punto de la galaxia, un mundo ficticio o no pero que a todas luces parece nacido de la imaginación del escritor a partir de su experiencia como lector. Este cultiva su infancia desde la lectura de Amazing Stories, el mundo futuro en el que habita Zath Arn parece sacado de Things to Come (1936) la adaptación cinematográfica de la obra de Wells, en la que la humanidad vive en un mundo prístino gobernado por la ciencia y la lógica como ejemplo de que la humanidad ha perdido parte de su esencia animal. Gibbon pretende ese mundo para poder sacar un rendimiento político y económico, es decir volviendo a lo salvaje del ser humano, desea acumular poder para poder utilizarlo a su favor.

A parte de esas dos referencias podemos encontrar ecos de otros tantos textos, pero quizás el principal sea la alegoría que Clérisse plantea partiendo de un homenaje de la publicidad de los cincuenta que se plasma en un dibujo vivo y colorido, pleno que contrasta con lo gris del futuro planteado. Para eso se apoya en una arquitectura futurista, al menos como se entendía en aquel momento, y la Exposición Universal de Bruselas de 1958, que no deja de ser fruto de ese robo de tecnología empleado en la vida cotidiana de la humanidad.

Recuerdos del Imperio del Átomo es uno de los mejores relatos de ciencia ficción de los últimos años por desarrollarse en un espacio plausible con un vínculo hacia la historia de la humanidad que lo hace factible por la perversión que plantea el industrial. Paul y Gibbon son dos personajes quijotescos, pero Gibbon ya no es ese Sancho Panza materialista e ignorante de Cervantes, sino que sabe lo que quiere y saca todo el provecho a su Quijote personal. No son molinos lo que combate Paul sino la apabullante conversión del mundo de cualquier acto individual en un hecho material y monetizable.