Soufflé (Cristian Robles)

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Soufflé (Cristian Robles). La Cúpula, 2015. Rústica con solapas. 20 x 20 cm. 100 págs. Color. 14,50€

El Ikea Dream Makers de Cristian Robles, publicado por DeHavilland, me pareció uno de los debuts más interesantes de 2014, que fue precisamente un año lleno de ellos. Me ha sorprendido mucho que en tan poco tiempo publique otra obra, esta vez con La Cúpula, y que además se note una evolución tan llamativa, lo cual me hace pensar que hay entre la realización de ambas más tiempo que el que media entre su publicación.

Pero eso es secundario; ahora toca hablar de Soufflé. En esta nueva novela gráfica también se exploran temas como la alienación y la soledad, constantes en la narrativa contemporánea, pero se hace dentro de una historia más elaborada, en la que, aunque las alegorías no desaparecen, no se adueñan del relato como sucedía en Ikea Dream Makers. En Soufflé un grupo de jóvenes desocupados, golpeados por la crisis aunque no se diga —porque la crisis es un estado mental aquí—, se aficionan a consumir una droga nueva, el soufflé, que provoca efectos extraños, al menos aparentemente: la pérdida de miembros del cuerpo. Digo aparentemente porque luego empiezan a aparecer en misteriosas cajas, sin que quede del todo claro qué está pasando ahí. Uno de ellos, Daniel, vomita un hombrecillo que a partir de entonces se materializa cada cierto tiempo para avisarle de un futuro problema que no termina de explicarle.

Esa indefinición en realidad acompaña a los personajes constantemente. Las historias personales —los romances, el padre castrador de Andy y el paradero de su madre enferma— se entremezclan con los efectos de la droga en el grupo de amigos. Justamente la forma en la que se toman esto me ha resultado interesante, porque habla mucho de la apatía juvenil. Imposible no acordarse de Agujero negro de Charles Burns, donde era una enfermedad la que producía cambios físicos en los protagonistas. Aquí, perder una mano o los ojos no parece ser algo definitorio, sino un problema más con el que se puede vivir. Andy se queda sin mano, se pone un guante para disimular y sigue haciendo su vida, por ejemplo.

Aprovechar la presencia de drogas para construir un ambiente alucinado en el que desarrollar la historia no es algo nuevo, ni mucho menos, tanto en el cine como en el cómic —y lo digo porque pienso que Robles bebe de ambos—. De hecho, tampoco creo que el autor sea o quiera ser especialmente original aquí. Más bien usa ese punto de partida para, a través de un dibujo magnífico —menudo salto ha dado, y eso que Ikea Dream Makers ya era bueno—, pero sucio y enfermo, plantear notas discordantes, como pequeñas visiones, salidas de tono de la realidad. Algunas mejor integradas y conseguidas que otras, en mi opinión, pero siempre asumiendo el riesgo, sin acomodarse, lanzándose al vacío. Me ha recordado, no sé si por la relativa cercanía del tema,al Inercia de Antonio Hitos, donde lo gráfico también se deformaba aunque no para mostrar los efectos de una droga sino la depresión del protagonista. Ambas obras asumen que el dibujo no tiene que ser realista ni someterse a reglas físicas de nuestro mundo, sino que precisamente su valor está en permitir representar otros mundos.

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Por eso el universo de Soufflé no tiene por qué ser un país concreto. A ratos parece EE. UU., pero, milagros de la globalización, al final todas las ciudades se parecen tanto entre sí que el hecho de que haya un Starbucks o un MacDonalds no nos da ninguna pista, y un descampado es un descampado aquí y en China. Lo importante es que ese mundo tiene los suficientes elementos del nuestro como para que nos identifiquemos, pero al mismo tiempo se genera una perturbadora sensación de extrañamientos, porque suceden cosas, relacionadas con la droga o no, que no nos encajan. Puede ser opresivo, sórdido o, de repente, darnos un respiro con alguna viñeta amplia que sucede en el exterior. Como en su anterior obra, Robles destaca por el ritmo y por la paginación: es un fantástico narrador que ha dado el salto de calidad que preveí cuando leí Ikea Dream Makers rapidísimo, y no era nada fácil.

Tengo debilidad por las narraciones que se cargan los cánones y las normas, y que pasan de los famosos tres actos para explorar otras opciones. Me gusta que me desafíen y me obliguen a completar lo que leo. Y algo de eso hay en Soufflé, aunque seguramente la estructura en sí no sea tan rompedora como parece. Sin embargo si está llena de preguntas, de escenas desconcetantes —ese gato revivido— que tendremos que interpretar. Hay algo aquí semejante a lo que puede hacer David Sánchez, que busca más las sensaciones que la coherencia argumental, aunque sus historias acaben siendo, por caminos alternativos, sorprendentemente coherentes. Ese paralelismo me sirve para entender por qué funciona Soufflé y por qué deja de hacerlo en un momento muy concreto: cuando Cristian Robles explica una parte de lo que hemos visto, incluso recurriendo a un flashback. Es quizás una reminiscencia de esa narración clásica, pero, en el fondo, es un deseo que surge de la misma naturaleza humana. Llegamos a un punto en el que necesitamos que nos expliquen, precisamos saber qué ha estado pasando, por misteriosa que haya sido la historia. Llegamos al tercer tercio del relato y parece que se activa entonces algún tipo de mecanismo de nuestros cerebros que nos empuja a pedir y a dar explicaciones, a poner al menos algunas cartas sobre la mesa. Mantener el equilibrio cuando se ha estado jugando precisamente a lo contrario es muy complicado, y ése es el motivo de que historias interesantes fracasen cuando llega este momento. Le pasó, por ejemplo, al Sin título de Cameron Stewart, y si en Soufflé no es tan pronunciado es porque Robles, muy inteligentemente, tampoco explica todo ni para ahí: tras esa exposición aún queda una alucinación tremenda, que invade la realidad y ofrece alguna pista oscura sobre los verdaderos efectos del soufflé. Por no hablar de un epílogo donde redobla esa apuesta por lo extraño, y que deja un sabor de boca muy particular, una marca de autor que demuestra su calidad y sus intenciones artísticas.

Yo, que prefiero a esos autores que me niegan las explicaciones que mi cerebro pido, pienso que Robles tiene las ideas suficientemente claras como para ser un maestro en esto. Tiene personalidad, tiene un talento para el dibujo fuera de dudas y tiene una manera de contar las cosas que importa más que cualquier cosa que cuente. Más allá de eso, se une en sus propios términos a una corriente necesaria e interesantísima: la de los autores y autoras jóvenes, la del aquí y ahora, la que explica nuestra época y demuestran que para hacerlo no hay por qué recurrir al costumbrismo dramático en colores sepia.