El día después

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Los números 121 y 122 de The Amazing Spider-Man puede que sean los más recordados de toda la serie. Hablo, como no podía ser de otra forma, de la historia de la muerte de Gwen Stacy y la posterior batalla final entre Spider-Man y el Duende Verde. Se recuerda la tragedia, y el ritmo propio de una que domina los dos tebeos. Leídos hoy, cuando uno ya sabe el desenlace, el impacto es casi mayor, porque se es más consciente del nubarrón negro que se posó durante dos meses sobre la serie: nada de chistes, nada de réplicas ingeniosas. La proverbial mala suerte del personaje ya no hacía gracia. De repente algo terrible y sin posibilidad de solución sucedía, y lo único que podía hacer Peter Parker y su entorno era asumirlo y aprender a vivir con ello.

Leer ese par de cómics es como una pesadilla en la que Parker / Spider-Man deambula desesperado de un sitio a otro con el rostro desencajado, primero buscando a Gwen Stacy y luego al Duende, no se sabe muy bien si para matarlo o para apresarlo y entregarlo a la justicia. Más duro aún que ese enfrentamiento, más incluso que las viñetas grabadas a fuego en la mente del lector en las que Spider-Man se da cuenta de que Gwen ha muerto, es ver cómo Peter le da la espalda a Harry, que se encuentra en cama pasando el mono y con el cerebro hecho puré: «No te vayas Peter… / Si te vas, ¿cómo puedo estar seguro de que viniste? / Y… y si no estás aquí… ¿Cómo puedo estar seguro de que yo sí?». Yo leo eso de chaval y os juro que me cago encima.

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Si olvidamos por un momento todos los elementos propios del género, los disfraces, las peleas y demás, en el fondo lo que queda es la crónica de una tragedia imprevista que se une a una situación vital más que complicada para Parker: una tía anciana que se ha ido a vivir con uno de tus peores enemigos, tu mejor amigo enganchado a las drogas… Y de pronto la novia con la que acabas de reconciliarte muere asesinada. La novedad aquí no tiene tanto que ver con los sucesos que se narran como con el tono, sombrío y realista, y uso la cursiva porque, me parece evidente, lo que convencionalmente se ha considerado realismo en lo que a los superhéroes respecta es otra cosa. Pero esa otra cosa empieza, en más de un sentido, en estos dos números, en este drama escrito por Gerry Conway y magistralmente dibujado por Gil Kane y John Romita.

Pero para entender de verdad en su marco qué supuso aquella aventura en el comic-book americano creo que hay que fijarse en lo que vino después, en el número 123, totalmente eclipsado por los anteriores y, quizás, olvidado. En esta historia todavía pueden verse las importantes consecuencias de lo que habíamos leído en los meses anteriores: la policía encuentra el cuerpo de Norman Osborn sin rastro alguno de su identidad de villano, los familiares y amigos de Gwen asisten a su entierro… Pero el tebeo lleva por título «¡… Un hombre llamado Cage!», que es además el personaje que aparece en la portada golpeando a Spider-Man. Todo esto está indicando que por duro que haya sido el golpe, the show must go on. Hay que pasar página, la serie continúa y la muerte de Gwen Stacy no es el fin de nada. Es sólo un hito, un punto de referencia hacia el cual mirará durante mucho tiempo, pero desde el futuro.

Hay que volver a la normalidad pero en la lógica del género, en el mundo de los superhéroes, el concepto es muy diferente al nuestro: la normalidad es que te persiga un tío enorme con una camisa amarilla saltando por los tejados de Nueva York. En los dos encontronazos con Luke Cage, héroe de alquiler —idea fascinante por sí sola—, Peter está sumido aún en el duelo. Sopesa abandonar su actividad como superhéroe y nada puede animarle. Al menos nada de lo que nosotros, lectores, podemos considerar como normal: un concierto o una amiga que nos intenta consolar. Si a cualquiera de nosotros, después de todo lo que ha pasado, todavía viniera a tocarnos los huevos un supuesto héroe al que ha contratado nuestro jefe, probablemente nos provocaría un colapso total. Es demasiado. Sin embargo, aplicando esa lógica del género, el incidente devuelve a Spider-Man a su cotidianidad y lo reactiva. La catarsis de la violencia no sirve ahora como sustitutivo de una solución a los problemas reales de la sociedad, sino como terapia personal de autoayuda… Bastante más honesta que la mayoría de los libros que se venden bajo esa etiqueta.

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Cuando decimos que Marvel «trajo la realidad a los cómics», o alguna sentencia por el estilo, en realidad estamos exagerando. Más bien las cuestiones de la realidad, ya fueran sociales o culturales, se añadían como un elemento más de aquellos tebeos que querían, sobre todo, no perder el paso de los tiempos. Aparecían simplificadas, pasadas por el tamiz del género, codificadas debidamente para ser digeribles por los lectores. Cuando Spider-Man denunció la situación de los presos en las cárceles americanas lo hizo tras una trama rutinaria contra un malvado manipulador que estaba utilizando a los presos para escaparse. Lo mismo pasa con la célebre historia en la que el Capitán América presenciaba como un «alto cargo del gobierno» se pegaba un tiro en la cabeza. Contrastando «¡… Un hombre llamado Cage!» con el binomio «La noche que Gwen Stacy murió» / «El último asalto del Duende» entendemos que si estas historias funcionaron tan bien e impactaron como lo hicieron fue porque fueron más allá de esa codificación de la realidad en las tramas de género. De hecho rompieron el código, con una muerte irreversible y cruel, que implicaba la posibilidad de que el propio Peter fuera el responsable, y que además partía de una situación compleja, que evolucionaba de una telaraña de relaciones personales en las que un aficionado cualquiera podía reconocerse. Esa manera de ir un poco más allá de lo que se había ido, de suspender el pacto tácito con el lector y hacer algo verdaderamente horrible para sus estándares fue lo que hizo de aquellos tebeos algo perdurable. Y fue también lo que provocó una cascada de cartas de fans que pensaban, precisamente, que aquello había sido demasiado. Que la ficción no debía imitar tan bien a la realidad. «¿Realidad? ¿Ficción? ¿Dónde está la línea divisoria?», se preguntaba un angustiado lector.

La línea divisoria estaba clara: se situaba en el punto de no retorno a partir del cual fuera imposible seguir con la serie. Por eso fue necesaria la terapia de Powerman para recuperar el tono gracias al cual The Amazing Spider-Man podía continuar. Tras el shock, en realidad no es que la serie cambiara radicalmente: se volvió a los equívocos, a la mala suerte de Parker con la identidad secreta fastidiando su vida personal, a los villanos de colores con planes de vergüenza ajena, a la chirigota de la boda del doctor Octopus y la tía May… Y así hasta otra ruptura en falso —como todas—, la saga del clon, en la que parecía que Gwen volvía a la vida, en la que al final el Peter Parker que sobrevivía se autoconvencía de que era el verdadero con un argumento, siendo generosos, endeble, tanto que decidía destruir sin mirar los resultados de las pruebas que lo habrían confirmado sin ninguna duda. Con eso cerraba Gerry Conway su etapa de casi cuarenta números de la serie, quizás la mejor que ha vivido el personaje, porque más allá de las aventuras y las hostias de colores, nos enseñó fugazmente el horror, y demostró que en un mundo de ficción las verdaderas pesadillas son visiones de la realidad.