Nada puede detener al Juggernaut

Aprovechando la calma estival, hoy comienzo una miniserie de artículos sobre algunos cómics clásicos que estoy releyendo estos días sin ningún tipo de orden ni norma más allá de contar mis impresiones personales sobre ellos.

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De aquel locurón que fueron los primeros tres o cuatro años del Universo Marvel tal y como lo conocemos hoy, todos recordamos los mejores momentos pero al mismo tiempo también hubo, reconozcámoslo, un buen montón de tebeos rutinarios, hechos casi de cualquier manera para cubrir el expediente y salir a los kioscos. No todo fue Fantastic Four o The Amazing Spider-man, y ni siquiera éstas eran igual de buenas en todos sus números. Pero a pesar de todo cada tebeo de aquella época comparte un aura de emoción, que emana de la certeza de que cualquier cosa puede pasar. En cualquier momento puede aparecer entre la rutina y la fórmula una idea genial.

The X-Men siempre me pareció una serie claramente secundaria, otra serie de grupo para intentar explotar el camino abierto por Fantastic Four, con personajes, al menos al principio, que copiaban los roles de otros ya existentes, con Stan Lee y Jack Kirby a medio gas. El Rey siempre es el Rey, por supuesto, pero en The X-Men dibujaba aún más rápido. Sin embargo incluso en esta serie secundaria y no demasiado bien vendida se plantaron las semillas de la revolución que vendría después, sobre todo en los tres números, del 14 al 16, donde se presentaba en fase embrionaria el concepto de los Centinelas y la confrontación inevitable entre humanos y mutantes. Fue entonces cuando lo que era una serie más de superhéroes teen —a los que las adolescentes paraban por la calle para pedirles autógrafos— se convirtió en metáfora del odio racista. Por no hablar de lo que significaban los Centinelas: para luchar contra los monstruos de la naturaleza que la ciencia ha creado, utilizamos la misma ciencia. El desastre era inevitable.

Pero justo antes de esa saga hubo un par de números que a mí siempre me han gustado mucho. Se trata de la primera aparición del Juggernaut, el hermanastro de Charles Xavier. The X-Men llegaba al año de vida con pocas historias realmente memorables, en las que, básicamente, se había repetido con pequeñas variaciones el descubrimiento de un nuevo mutante al que los hombres-X tenían que combatir porque resultaba no ser del todo buen chaval. La aventura inmediatamente anterior a este par de números era una rareza en la que uno de esos personajes todopoderosos que tanto les gustaban a Lee y a Kirby en Fantastic Four, el Extraño, quitaba de en medio al antagonista que prácticamente había monopolizado la serie: Magneto. Y su Hermandad de mutantes diabólicos de propina. Esa historia terminaba con el ordenador Cerebro aullando ante una nueva y terrible amenaza, que descubríriamos en el número siguiente.

«¡El origen del Profesor-X!» es una historia que llama la atención desde el primer momento por varias razones. La primera es el dibujo: bocetos de Kirby —muy ligeros—, acabado de Alex Toth y tintas de Vince Colleta. El resultado es un híbrido desconcertante, con hallazgos fantásticos mezclados con algunos despropósitos. La historia además está llena de esa concepción de la ciencia y la tecnología que tenía Lee, entre la magia y la simple ignorancia de unos asuntos que no se iba a molestar en documentar para unos guiones que hacía a la velocidad de la luz. Cerebro es un simple panel con un altavoz y dos diales en una mesa de escritorio, y aúlla a un volumen altísimo para indicar el extremo peligro que se acerca a la mansión; un pilotito de color rojo era algo demasiado obvio para la mente privilegiada de Xavier.

Ante semejante amenaza los X-Men preparan a toda prisa toda una batería de defensas en una mansión que todavía no era el fortín que será. Y después comienza lo mejor: una emocionante cuenta atrás en la que el Juggernaut, lenta pero inexorablemente, va superando cada barrera defensiva, sin que los héroes ni los lectores vean nunca su figura de forma clara: solamente una silueta descomunal desdibujada, avanzando hacia ellos ominosa.

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El ritmo a partir de ahí es magistral. Xavier revela de inmediato que el enemigo que se acerca es su propio hermano, y tal cosa nos pone inevitablemente en la casilla de salida de una tragedia made in Lee, cuyo relato obsesiona tanto a Xavier que lo antepone al enfrentamiento final. El Juggernaut sigue avanzando, con la Patrulla-X encerrada en su propia casa, pero Xavier pospone el ataque de sus estudiantes, porque sabe que será fatal, sí, pero también porque necesita contar la historia. Intercalando ambas tramas consigue una escalada vibrante y marcada por el fatalismo: sabemos, como en toda tragedia, hacia dónde nos lleva el desarrollo de los acontecimientos. Un padre muerto, una mujer buena pero incauta que cae en manos de su socio, un hermanastro que se llama ¡Caín! Es el mismo cuento de siempre y, como siempre, funciona. Porque además el lector nunca deja de preguntarse qué ha pasado para que ese gañán consiga semejante poder. Y cuando lo descubre, ya es tarde: el enemigo está justo en la puerta. Empaña ese momento la estúpida actuación la Bestia, el Ángel y el Hombre de Hielo, que en medio de semejante follón se ponen a a competir para ver quién de los tres activa una palanca. Stan, como siempre, haciendo equilibrios entre lo sublime y lo ridículo.

Tampoco es de extrañar el papel secundario y tontorrón que juegan esos tres personajes, porque en realidad es lo que venían haciendo en la serie desde el principio: eran una masa de adolescentes con las hormonas disparadas que se picaban entre sí constantemente y le lanzaban indirectas y directas a Jean Grey, que no estaba por la labor. De hecho, en aquellos momentos la serie se centraba en Scott Summers, Charles Xavier y la propia Jean, en un triángulo que Lee estuvo a punto de volver amoroso.

La última viñeta de ese primer número sabe a poco vista hoy en día porque estamos acostumbrados a grandes splash pages que presenten a los personajes. La primera vez que vemos de verdad al Juggernaut es demasiado chiquitito. Pero en el siguiente tebeo, «¡Donde camina el Juggernaut!», se desquita él y nos desquitamos nosotros. No podemos olvidar lo infrecuente que era en la época que durante un número entero no tuviésemos una verdadera batalla, como había sucedido con el número anterior, así que tampoco es de extrañar que ahora Lee y Kirby sientan que deben ofrecer una pelea a la altura de las expectativas. Para los parámetros de la época lo es: una lucha épica contra un enemigo claramente superior, que hace que los X-Men agoten sus poderes temporalmente —una de esas cosas sacadas de la manga que luego se olvidarán para siempre— y hasta sufran daños realistas, poco frecuentes en los tebeos de la época: a la Bestia el Juggernaut le rompe una pierna.

El final, hay que decirlo, es un poco decepcionante. Xavier se pasa todo el cómic montando la mundial para contactar y traer hasta la mansión a la Antorcha Humana, que cumple una función, digamos, poco épica: deslumbrar al Juggernaut para que el Ángel pueda arrancarle el casco y así Xavier pueda fundirle los plomos con sus poderes mentales, que es, en realidad, la manera en la que habían terminado muchas de las historias anteriores. Tras eso, le borra la memoria a la Antorcha Humana y hasta otro día.

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Estos tebeos, que desde cierto punto de vista son malos tebeos, me gustan no sólo por la pureza que comparten con muchos otros de la época, sino también porque presentan un personaje que es un concepto tan primario y tan hermoso como la fuerza imparable… aunque tenga un punto débil que le reste poesía y haga que desde entonces hasta ahora la gracia de sus apariciones esté en cómo le quitan el casco. Pero también es bonito que en una serie en la que todos los personajes tienen poderes genéticos y por lo tanto explicables científicamente aparezca este leviatán que debe su fuerza a la magia más ignota. Más allá de los símbolos y de las metáforas, la historia de Caín siempre me ha atraído porque es una historia que puede contarse desde el otro lado: el chico falto de amor que vuelca su frustración de manera brutal en su hermanastro pequeño, porque siente hacia él algo tan humano como la envidia. Xavier, ese niño superdotado al que todo se le da bien y que gana trofeos a granel porque juega sucio utilizando sus poderes mentales, se nos presenta como el héroe de la historia, pero, en realidad, de los dos puede que sea el más abusón y cabrón. Que un pobre diablo como Caín le meta una colleja a su hermanastro o borrarle la memoria al tipo que te acaba de ayudar a salvar el pellejo: juzgad vosotros qué es más grave.